Por: María Teresa Ronderos*
Un río invisible recorre América de punta a punta. En 2020 y 2021, los años del coronavirus, la corriente mermó y por ratos se quedó encharcada en fronteras cerradas, pero la fuerza que lleva es demasiada y siempre se abre camino. Le dan potencia los sueños de una humanidad doliente que busca vivir con dignidad.
Cada año, entre trece mil y veinticuatro mil viajantes salen de África o de Asia, y atraviesan una decena de países latinoamericanos para intentar cruzar las fronteras de Estados Unidos y Canadá, y pedir protección, buscar trabajo, forjarles un futuro decente a sus hijos o abrirles oportunidades a sus connacionales que se quedan atrás.
Su andar es muchas veces nocturno, anómalo, confinado a trochas peligrosas, a desiertos y selvas. A esos senderos de segunda los empujan las prohibiciones intermitentes de los Estados de la región, siempre al vaivén de presiones políticas internas. Los obstáculos que les ponen las autoridades no los detienen, pero sí los obligan a valerse de bandidos y duplican su sufrimiento.
Los migrantes extracontinentales apenas se asoman en las noticias: lo hacen como sobrevivientes de los naufragios, cuando sus precarios barcos se hunden frente a las costas de Brasil, en el mar bravío de enero en el golfo de Urabá colombiano o en la costa chiapaneca mexicana. A veces figuran sin nombre en la cuenta de los muertos. Otras veces, la televisión los muestra por unos segundos en una nota policial sobre la captura de unos traficantes de personas. Sus víctimas son el paisaje de fondo de esas tomas: son las personas liberadas de un secuestro que buscó exprimirles un poco más de dinero en la ruta, o los rescatados exhaustos que deambularon por horas y terminaron perdidos en alguna región inhóspita donde un criminal los abandonó.
Al trazar un mapa continental de las estadísticas oficiales de cada país —siempre imprecisas por la naturaleza clandestina de ese trasegar— en 2019, se vio cruzar esas fronteras sobre todo a personas de siete naciones de África: Camerún, República Democrática del Congo, Angola, Eritrea, Ghana, Guinea y Mauritania; y de cinco países de Asia: Bangladesh, India, Sri Lanka, Nepal y Pakistán. Cada territorio registra a esos viajeros de maneras diferentes. En Ecuador, el país que intentó tener la legislación más abierta, las autoridades migratorias no distinguen entre turistas, migrantes y viajeros de negocios. En Colombia y Costa Rica, en cambio, se les da un salvoconducto especial a quienes solo están de paso, rumbo al norte, y de ahí sacan sus cifras. En Venezuela, como en casi todos los demás asuntos públicos, no se sabe si el Gobierno recoge estadísticas oficiales, porque no las deja ver. Y en México se puede contar a las personas presentadas ante la autoridad migratoria, pero también a aquellas que recibieron una residencia temporal o permanente, a pesar de que la mayoría de los inmigrantes extracontinentales solo la usan para seguir su viaje al norte. Así, el mapa del flujo migratorio resulta una colcha de retazos que nunca terminan de calzar. Por ejemplo, de Colombia salieron oficialmente 2.318 cameruneses en 2019, pero a Panamá apenas llegaron 2.223, y cuando iban por México ya sumaban 3.324.
¿De dónde vinieron esos casi mil más? Pudieron llegar por otras rutas: de Moscú a La Habana y de ahí a Nicaragua; o por avión a México, después de hacer escala en São Paulo y Quito; o llegaron en alguna embarcación hechiza de África al golfo de Urabá, en Colombia y, sin entrar al país, siguieron por mar a Costa Rica o a Nicaragua en botes sin registro y sin salvavidas. Todo puede pasar en este tránsito incierto.
Las incongruencias entonces obedecen no solo a las distintas cuentas que llevan las autoridades migratorias de los países, sino a que el paso irregular fluye por caminos sin una autoridad que selle permisos o pasaportes. También obedece a que el viaje no es continuo. En Brasil, la principal puerta de entrada de esos migrantes, ciento noventa y siete ciudadanos provenientes de Asia y África pidieron refugio en 2020, según el Comité Nacional de Refugiados (Conare). Fue un número mucho menor que el promedio de los últimos años, posiblemente debido a que las medidas contra el coronavirus restringieron la movilidad en casi todo el mundo. Muchos de los recién llegados al gran país del sur tendrán que esperar meses y hasta años para que les den documentos que les permitan trabajar. Por ejemplo, en 2019, de sesenta y tres bangladesíes que solicitaron refugio, apenas a tres se lo reconocieron. Las crisis sanitarias y económicas de los últimos tiempos en ese país también les han impedido quedarse. Entonces, juntan ahorros y siguen su viaje al norte, como golondrinas de un clima alterado.
Han llegado a América desde Camerún o desde la República Democrática del Congo, porque huyen de guerras civiles o han sido perseguidos por algún bando. Vienen de India o de Bangladesh porque pertenecen a una de las minorías religiosas atacadas por fanáticos de la religión mayoritaria. Hay jóvenes que se van de Nepal o de Pakistán porque la pobreza les amarra las alas. No hay suficientes empleos, ni siquiera para profesionales.
Sin embargo, como bien argumentó la socióloga Saskia Sassen en su libro ¿Perdiendo el control? (Edicions Bellaterra, 2001), los vientos de fondo son comunes y son los de la globalización, cada uno arrastrando su fila de migrantes, como una cometa arrastra su cola.
Estados Unidos o el Reino Unido bombardean con sus drones en Pakistán, y los pakistaníes migran para protegerse. Unas empresas extranjeras pelean por las riquezas mineras de la República Democrática del Congo, proveen de armas a los bandos en conflicto, y la gente tiene que salir corriendo. Las chimeneas de las naciones más industrializadas envenenan el aire con carbono, que calienta la Tierra, derrite los grandes hielos y sube los mares, y en Bangladesh las inundaciones crecen y la gente pierde sus tierras y cultivos, y debe moverse a mejores llanuras.
La globalización no solo los expulsa. También los hala. Los parientes que ya encontraron un trabajo o formaron una comunidad con los suyos en las tierras heladas del norte, como los cameruneses en Maryland (Estados Unidos), les ayudan a llegar. Gracias a las redes sociales y los mensajes instantáneos en la palma de su mano —”puede haber un migrante sin pasaporte, pero nunca uno sin celular”, dice el experto brasileño Víctor del Vecchio en una de las historias de este libro—, no hay un migrante que no se sienta acompañado y que no tenga una forma de seguir la ruta en un mapa digital que le muestra cada recodo de la geografía que recorre. También, cuando los coyotes les advierten que su pago inicial de varios miles de dólares no alcanza para llegar al final del viaje, los servicios de envío de dinero exprés les permiten desvararse en casi cualquier pueblo.
Este libro cuenta muchas de esas historias de principio a fin. Son diecinueve capítulos investigados o escritos por una treintena de periodistas y fotógrafos de once países que les siguieron la pista a los viajeros por casi dos años. Los lectores se alegrarán por aquellos que llegaron a buen puerto y hoy piensan que el riesgo y el sacrificio valieron la pena, porque les pueden dibujar a sus hijos un futuro con una mejor cara. Pero también se desilusionarán, porque a otros, si bien consiguieron llegar al destino que se habían propuesto, se les desinfló el paraíso imaginado, pues aun trabajando duro no viven como habían soñado.
Y llorarán con aquellos que nunca llegaron, a pesar de los grandes esfuerzos, el coraje y la fe. Los deportaron a mitad de camino o perdieron la vida en la azarosa ruta. O, tal vez, las pérdidas que sufrieron en el éxodo fueron tan grandes y los traumas tan amargos que la vida les quedó hecha jirones y no saben si la van a poder reconstruir.
El título, Migrantes de otro mundo, es deliberadamente chocante, porque quiso meterse en la piel de quienes los miran así: como unos extraños de piel oscura que no hablan su mismo idioma, como unos extraterrestres —aliens, como les dicen con frecuencia en Estados Unidos—. Así los vio un turista que marchaba por el mismo sendero que decenas de congoleses y haitianos a la entrada de las selvas del Darién. Vestido para un baño de mar, con bronceador y toalla, el turista caminaba hacia las playas panameñas de aguas turquesa de La Miel. Allí son bienvenidos los turistas como él. Por el mismo camino andaban despacio mujeres migrantes cargando sus niños y sus casas a cuestas en mochilas demasiado grandes y pesadas. Por las lomas empinadas de ese bosque húmedo, sorteando con dificultad el suelo quebrado por las raíces de las ceibas, los migrantes recién empezaban el pavoroso trayecto de ese lugar que se ha tragado tantas vidas. “¡No se les acerquen!”, nos advirtió el turista local a unos reporteros, al vernos conversar con los extranjeros. “Traen enfermedades”. Con la pandemia, la xenofobia solo ha crecido.
El título del libro invita a los valientes, o al menos a los curiosos, que quieran descubrir a esos peregrinos con una mirada distinta, a zambullirse en sus historias y, tal vez, a sorprenderse. Un desplazado de sus tierras por una guerra, un país desbarajustado por el crimen, una tiranía que persigue a quienes la critican, la escasez general de futuro para los jóvenes pobres, la pérdida de todo por un huracán o una inundación, la idea de que en el exterior el mismo trabajo será más valorado. ¿Son estas circunstancias realmente tan distintas de lo que vivimos nosotros, los latinoamericanos?
Quizás algunos lectores cambien sus juicios de valor cuando descubran que entre estos migrantes hay sabios, maestros, periodistas, granjeros avezados, técnicos digitales y luchadores por la libertad en sus lugares de origen. Muchos de ellos pagaron una fortuna a los agentes y coyotes que los trajeron hasta a diez mil kilómetros de distancia de sus países. Según el cálculo más conservador y muy aproximado que resulta de las cuentas de esta investigación, tras entrevistar a decenas de viajantes en la ruta y escarbar en múltiples expedientes judiciales y policiales de tráfico de personas, los migrantes pagaron en 2019 ciento setenta y seis millones de dólares por sus viajes clandestinos.
¿Qué tal que estos viajeros pudieran invertir esos dineros en nuestros países y estos los acogieran para que contribuyeran al desarrollo nacional? ¿Qué tal si apreciáramos además sus capitales de sabiduría y experiencia para enriquecer nuestras culturas y nuestra capacidad de innovación? Durante la pandemia, miles de ellos quedaron varados por varios meses en pueblos miserables de frontera, sin oficio. ¿A cuántos niños habrían podido enseñarles idiomas, geografía, o ponerles a volar la imaginación con las historias de sus diversos países? Esperamos, entonces, que el lector descubra en estas páginas el significado contrario al vocablo “de otro mundo”: aquel que se refiere a su coraje extraordinario, a la creatividad y el optimismo que los llevó a emprender un viaje desde Nepal o Camerún, o desde cualquier otro lugar, y cruzar América entera; a la entereza humana que los llevó a enfrentar la maldad y los abismos, y seguir, a pesar de todo.
Para ellos, América es un continente desconocido, ancho y peligroso. Pocos hablan su idioma y hay regiones enteras donde gobiernan las mafias, cuando no son los mismos gobiernos los que imponen barreras legales arbitrarias y fluctuantes, a sabiendas de que alimentarán la corrupción de sus funcionarios, la codicia de los traficantes y los padecimientos de los viajeros. Pero el hambre de dignidad les da agallas.
Nuestra esperanza es que este libro contribuya también a acabar con algunas situaciones particularmente vergonzosas que países que se dicen democráticos permiten que sucedan. Una de esas deshonras públicas es el paso por el Darién, donde contamos más de cien migrantes caídos en los últimos cinco años. Sin excepción, todos los que han pasado por allí dicen que han visto y vivido horrores. No les tomaría demasiado esfuerzo ni recursos a las autoridades de Colombia y Panamá asegurarse de que ese paso no siga siendo obligado para los viajeros. Simplemente, tendrían que ofrecerles un transporte alternativo por el mar, seguro y gratuito, entre un país y otro. Es posible que este libro logre obrar ese milagro.
Cierro esta introducción con un gran agradecimiento a los migrantes que nos confiaron sus historias, a las fuentes en las fronteras y a los funcionarios públicos comprometidos, que aun poniéndose en riesgo, nos hablaron para contarnos la verdad de lo que sucede en estos caminos difíciles. También agradezco el trabajo intenso, y muchas veces voluntario, de los colegas responsables de la publicación digital que dio origen a esta idea, y por supuesto a los autores de este libro, cuya investigación y persistencia para seguir esas historias de migrantes de otro mundo lo han hecho posible.
Este libro le debe también un reconocimiento al equipo del CLIP: a Emiliana García, que gerenció el proyecto; a Rigoberto Carvajal, que analizó los datos y con ellos trazó los pasos en el mapa; a Andrés Bermúdez Liévano, que verificó los hechos; y a José Luis Peñarredonda, que tendrá la labor de ponerlo a circular y conseguir que la gente descubra y lea este libro.
El periodista colombiano Camilo Jiménez Santofimio ha sido además central en darle cuerpo y armonía a este trabajo, proveniente de tantas manos y países. Lo ha hecho con excelencia. Mónica González Islas nos ayudó a seleccionar las mejores fotografías, que les permitirán a los lectores conocer mejor a los personajes de los relatos. Juan Sebastián Sabogal y Viviana Castiblanco, de la editorial Penguin Random House, creyeron en esta idea diferente de crear libros a partir de investigaciones colaborativas y transfronterizas. A todos ellos van mis agradecimientos.
*Periodista colombiana. Directora del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP).










