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Ricardo Silva, escritor y columnista.

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‘Río Muerto’ de Ricardo Silva: la historia que le contaron

A partir de un testimonio de la violencia colombiana de los últimos años, el novelista Ricardo Silva escribe un intenso relato de sobrevivencia.

Luis Fernando Afanador
16 de mayo de 2020

Ricardo Silva

Río Muerto

Alfaguara, 2020

156 páginas

Ni la literatura colombiana –ni la de ningún país– tiene la obligación de pagar deudas con su realidad política y social; pero si alguna deuda tenía con la violencia de las últimas décadas, con esta novela, Río muerto, la paga, y con creces. 

En la nota inicial del libro, el escritor Ricardo Silva nos cuenta cómo conoció la historia que nos va a narrar. Alguien, desconocido, se la contó durante un trancón monumental a principios de 2017 en una de las ‘autopistas’ que salen de Bogotá. “Yo voté contra la paz del plebiscito aquel porque voté contra todos los verdugos”, le dijo el compañero de viaje, en ese punto muerto en el que se han agotado todos los temas de conversación. Silva le respondió que había votado a favor por las mismas razones que él había votado en contra y porque quería que “alguna guerra de estas empezara a acabarse”. Entonces, su compañero de trancón le soltó su historia de vida, la que tenía atragantada y venía contándose a sí mismo hace 28 años. Y le pidió que la escribiera: “De pronto cámbiele los nombres…”. En esencia es la historia que leemos, con los detalles que le agregó Silva. Pero, como se sabe, la literatura está en los detalles. 

La historia, a grandes rasgos, no nos es desconocida. Tiene que ver con eso que llaman “la sociedad civil atrapada en el conflicto”. Un pueblo de Colombia al que alguna vez llegó la guerrilla a imponer su terror, sus toques de queda y sus abusos, y después llegaron los paramilitares a hacer, más o menos, lo mismo. Y el tendero, el carpintero, el enterrador, es decir cualquiera, podía ser sospechoso de “haber auxiliado” al grupo que estaba antes y, por lo tanto, podía ser ajusticiado.  

En Río muerto, la novela, el pueblo se llama Belén del Chamí, un pueblo que no figura en los mapas, con 727 casas entejadas que desde la montaña parecen “un río lleno de basura que se va ensanchando, pero no llega nunca al mar, un río que no se va a morir porque es un río muerto”. Allí, un día de 1992, llegando a su casa, Salomón Palacios, el mudo de Belén, el que hacía los trasteos de todos en su furgón, es abaleado por tres sicarios. ¿Quién querría matar al buenazo de Salomón, el que nunca le negaba un favor a nadie? Y, ¿por qué? ¿Por haberle hecho un trasteo a su compadre, sospechoso de ser guerrillero? ¿Por sapo? ¿Por haber tenido un desliz amoroso con la vecina? ¿Por obligar a su esposa y a sus dos hijos pequeños a que huyan del pueblo y quedarse con su lote? ¿Por haber puesto en duda la autoridad del comandante Triple Equis? 

No es un “buen muerto” Salomón Palacios, pero sí quedará bien muerto. Así lo padecen, desgarrados, su esposa Hipólita y sus hijos Maximiliano y Segundo, que a las tres de la mañana tendrán que ir donde el enterrador, el negro Severo Caicedo –furtivamente para no comprometerlo– y suplicarle que haga el favor de enterrar al papá, al queridísimo esposo. Tarea nada fácil, porque arriesga su vida y por lo que advierte el letrero a mano que don Severo ha puesto en la puerta de su casa: “Recuerde que yo no soy un profesional de la salud sino un empresario funerario: ya no hay afán”.  

El muerto queda bien enterrado mas no su espanto, el fantasma de Salomón, que acompañará a su familia e intentará cuidar de ella, impotente. Solo lo escuchará Polonia, la bruja de Belén del Chamí, ya sin papelitos escritos, en su propia voz, al fantasma que dejará de ser mudo. El espanto de Salomón se incorpora a la narración como el coro en la tragedia griega: habla, pero no interviene en la acción. Porque esto parece una tragedia (y a veces, una comedia negra). Hipólita, en su furia vengadora, reta al pueblo, al cura, al policía, al comandante Triple Equis. Hipólita es como una Antígona, rebelde e indómita; es como una Juana de Arco que no reniega de sus convicciones; como una Medea que quiere inmolarse con sus hijos. Pero el rey de Belén, Triple Equis, el que finalmente dispone de la vida y de la muerte de sus súbditos, es un triste y patético rey porno, como su alias lo indica. 

La historia rural tuvo eco en Silva, el novelista urbano, porque no solo era una historia de sobrevivencia, también podía ser la historia común y universal de un hijo que pierde a un padre, del temor de un padre a dejar desamparados a sus hijos, del duelo que nunca termina, del “buen humor y el buen corazón”, a pesar de todo.