Gonzalo Mallarino, escritor. | Foto: Esteban Vega

Opinión

Canción para Cali

Dicen que la verdadera patria de las personas es su infancia y en el caso del escritor Gonzalo Mallarino es la capital del Valle del Cauca. Esta ciudad y su gente son mucho más que los últimos acontecimientos. Aquí una aproximación a este querido lugar de sus recuerdos que hoy exalta en esta columna.

10 de mayo de 2021

Por: Gonzalo Mallarino*

“El aire era tan calientico y olía tan rico, que cuando respirábamos nos parecía que nos salían burbujas de las narices…”, escribí en Santa Rita, mi novela acerca de la infancia en Cali. ¡Cuánto he querido a Cali! Es que, como dijo alguien, la verdadera patria de cada uno es su infancia.

Ahora tengo tres años y Pola, la nodriza negra, me lleva en sus brazos. Siento el olor de su pecho, de sus mejillas, miro su sonrisa blanca. Me deja en el antejardín de la casa, para que juegue. Y se va a la parte de atrás, a hacer otras cosas. No está preocupada, no recela, no teme nada. Sabe que yo estaré ahí, jugando con la tierra, con las hojas, con los cucarrones, y que nada me va pasar. La luz es muy dulce y yo estoy en calzoncillos. No me ponen nada más.

Ahora salgo al andén y después a la calle. Mi calle en Cali está cubierta por las ramas de los árboles y el canto de las chicharras. El sol llega hasta mi cabeza en forma de bastones móviles de esporas, de polen que me cae en las pestañas en medio del gorjeo de los pájaros. ¡Se puede haber sido feliz en esta vida!

En unos años ya podré bajar hasta la Transversal y más abajo, hasta el río. Veré a las lavanderas, altas, serias, misteriosas, con los platones de ropa sobre la cabeza. Con las manos libres van pelando una mandarina o una naranja y se llevan los gajos a la boca. Ahora buscan una caída suave del agua, al lado de una piedra y de un pozo transparente.

Unos pescados bigotudos, grises y carmelitos nadan en el agua. La rivera, que cae desde la calle, desde la barda amarilla que bordea toda la calle hasta el zoológico, es de bambúes, de ceibas, de lianas. Sí, por mi calle, por mi barrio en Cali, por mi niñez pasaba un río. ¿Cuántos niños de la ciudad pueden decir eso?

Otras mujeres me alzan. Me llevan a la cocina de otra casa para que me tome un jugo de guanábana, helado, con las pelusitas de la fruta. O me quieren dar un mango o una ciruela o un chontaduro. Cómo me cargan, cómo me tocan las mejillas, como me acarician la cabeza. Después me dejan en el piso y yo salgo solo otra vez a la calle. Al sol, a la brisa que mueve las copas de los árboles altísimos para el tamaño de mi infancia.

Ahora viene Leonor, que vive en la casa del frente. Me lleva a la suya y nos sentamos en una mecedora, frente a los ventanales del día. Siento las yemas suaves de sus dedos buscando liendres en mi pelo. Si cierro los ojos, si pienso en mi niñez en Cali en este instante, mientras escribo, siento siempre las yemas de sus dedos. Ella me da besos. Me da una sopa de verduras, despacio. Pola me mira desde el frente.

Voy descalzo, de casa en casa. Con la brisa de las hojas tibias en la espalda. Con la tarde perfumada sobre los hombros y los omoplatos delgados. Voy, de una casa a otra, de unos brazos a otros, de un pecho a otro. No sé cuando me duermo, cuando caigo dormido de dicha, se solaz, de fruición.

Solo sé que despierto al otro día en mi cama. Siento los párpados rosados, casi transparentes del día nuevo. Y llamo a Pola. Como llamo ahora a Cali. Cali, Cali, Cali, Cali de mis ojos y de mi infancia.

*Escritor