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| Foto: Archivo SEMANA

REPORTAJE

“¡Dios mío!, ¿qué hemos hecho?”: el llanto de una guerrillera después de la masacre

Días después de la tragedia, SEMANA viajó a Bojayá. Este es el reportaje publicado en Mayo 13 de 2002 sobre cómo la guerra sin cuartel entre las FARC y los paras se ensañaron contra este pueblo chocoano.

11 de noviembre de 2019

Una de las peores masacres del conflicto colombiano fue la de Bojayá, un pueblo chocoano que padeció un ataque de las FARC hace 12 años. 
El 2 de mayo del 2002, un cilindro bomba cayó dentro de la iglesia donde los habitantes se resguardaban de los enfrentamientos entre la guerrilla y las AUC. El hecho ocasionó la muerte de 119 personas (dos de ellas después del ataque) y el desplazamiento de casi 6.000 civiles.
Semana.com recuerda qué pasó ese trágico día con un artículo publicado el 13 de mayo del 2002 en la revista SEMANA.  
La joven guerrillera clavó la culata del fusil en la arena húmeda de la orilla del río Atrato, que bordea la población antioqueña de Vigía del Fuerte, y lloró. Levantó el rostro al cielo y por sus mejillas bañadas en sudor y barro corrieron las lágrimas. Fue un llanto silencioso pero cuando vio a unos hombres, la mayoría heridos, algunos mutilados, que alcanzaban a rastras la playa y suplicaban que no los mataran porque ellos eran apenas pobladores, la joven combatiente se dejó caer de rodillas y exclamó: “¡Dios mío!, ¿qué hemos hecho?”.
Dionisio Valencia, de 21 años, de piel color uva, de cuerpo macizo y de dientes impecablemente blancos, apenas la escuchó. “La miré pero qué me iban a dar ganas de consolarla, dijo. Lo único que yo quería era respirar”. El muchacho también acababa de atravesar los 2.800 metros de orilla a orilla que separan a Vigía del Fuerte de Bellavista, principal punto urbano del selvático municipio de Bojayá, departamento del Chocó. 
Cruzó el río vadeando en una canoa sobre el mediodía de ese jueves 2 de mayo del 2002. “Usamos las manos. Huíamos agachados para esquivar las balas. Algunas caían cerca como cuando se lanzan piedritas al agua”. Huía de Bellavista, donde horas atrás, a las 10:15 minutos de la mañana, un cilindro de gas cargado con dinamita lanzado por las FARC atravesó el cielo, rompió las tejas de Eternit de la capilla San Pablo Apóstol de Bellavista y cayó en el altar, junto a la imagen de Cristo. La iglesia, de 117 metros cuadrados, donde en ese momento se refugiaban de las balas 300 personas de Bellavista y los sacerdotes Janeiro Jiménez Atencio, Antonio Mena y Antún Ramos Cuesta, explotó en mil pedazos. 
Los cristales volaron. Las tejas cayeron convertidas en afilados cuchillos y la madera de una de las 12 bancas salió disparada en astillas. La joven Luz Nelly Mosquera, de 19 años, recuerda que sintió un silencio profundo. “No sabía si yo también estaba muerta. No sentía nada”. En realidad estaba sorda por la explosión. Desde la puerta del templo, donde estaba, miró el camino construido en material, de dos metros de ancho por 90 de largo, y empezó a caminar con lentitud hacia el otro extremo, a la orilla del río Atrato. Creyó que nadie se había salvado. Su madre, sus amigos, los niños, todos. 
Caminó hacia adelante 10 pasos aún con la sensación de estar muerta. Se detuvo y volteó a mirar: brazos aquí, una cabeza de una niña allá, un tronco de un niño al otro lado, mucha sangre que corría por el suelo y una nube de polvo que salía de la iglesia. De pronto vio que su madre se levantaba de entre los muertos y aturdida la llamaba. Luz Nelly volvió a escuchar y comprendió que estaba viva. Retornó por ella, la cogió de la mano y emprendió la huida en dirección al río. 
Una romería de mutilados y sobrevivientes las siguió y al instante se encontraron con varios combatientes de las FARC que en ese momento estaban tomando posesión de las orillas del río. Los guerrilleros iban a rematarlos pero alguno de ellos comprendió en un segundo que era población civil desarmada y ordenó dejarlos pasar. Los sobrevivientes se abalanzaron sobre las pangas e iniciaron la travesía hacia Vigía del Fuerte, donde a esa hora los miembros de las FARC celebraban lo que hasta ese momento consideraban una victoria militar y no el más escalofriante ataque en su historia contra civiles inocentes: 117 personas murieron, entre ellos 48 niños, de una población de 1.100 habitantes. Es decir, le habían quitado la vida al 10 % de un pueblo humilde y olvidado. Además dejaron 114 heridos, 19 de ellos de gravedad. 
Hasta ese momento los guerrilleros creían que la operación iniciada contra las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) 10 días antes, el domingo 21 de abril, había sido a su favor. Ese día, al atardecer, llegó procedente de Turbo un destacamento paramilitar del bloque Elmer Cárdenas en 10 pangas, cada una con dos motores de 200 caballos de fuerza. 

La mayoría de los desplazados de Bojayá retornaron cinco años después del ataque. Fotografía: León Darío Peláez / SEMANA
Llega ‘el alemán’
Además entraron dos avionetas que aterrizaron en la única calle de gravilla del pueblo, que por su extensión de 800 metros se utiliza como pista. Algunos testigos afirman que en una avioneta, marcada con las siglas AUC, llegó ‘El Alemán’, el más joven comandante de los paramilitares, de 28 años de edad, alto, barbado, fornido. Arribó acompañado de una bella joven y un perro negro rottweiler. 
Los paramilitares que entraron por agua navegaron río Atrato arriba confiados en la victoria, que no era otra que sacar a las FARC de Bojayá y Vigía del Fuerte. La guerrilla estaba allí desde el 25 de marzo de 2000 cuando, en una acción relámpago, asesinó a 21 policías, hirió a tres más y secuestró a otros 10. En esa ocasión, además, los guerrilleros fueron casa por casa y sacaron a ocho civiles, a quienes sin previo juicio acusaron de auxiliar a los paramilitares y los fusilaron. 
Desde esa fecha la guerrilla impuso su ley. Alfredo Pitayá, de 32 años, padre de cuatro hijos y humilde cultivador de plátano, recuerda que un hombre con fusil terciado le dijo: “Ahora nosotros mandamos aquí”. También recuerda que ese día sintió ganas de irse a buscar la vida en otra parte pero desistió porque por ningún lado tenía salida. 
Vigía del Fuerte y Bellavista son dos poblaciones de casas de madera levantadas sobre pilotes de un metro para intentar evitar las inundaciones que se presentan con frecuencia. Un informe del Ideam asegura que “esta zona está dentro de las tres regiones más lluviosas del mundo”. En realidad las salidas son dos: río abajo, en dirección al golfo de Urabá, donde después de navegar 157 kilómetros se encuentra Riosucio, o aguas arriba, a Quibdó, a 188 kilómetros. Son los únicos lugares relativamente seguros pues las otras son poblaciones donde paramilitares y guerrilleros intimidan, asaltan y matan para buscar controlar el río. A lado y lado del río se levanta, imponente, la selva tupida. En tierra es una maraña húmeda. 
Desde el aire se ven el río serpenteante, que se abre paso entre una densa capa de vegetación verde oscuro, y las dos poblaciones de paredes de madera y tejas de cinc, lucen rasgadas con trazos platinados. Es el reflejo del agua que se cuela por todas partes. No importa que no llueva en los pueblos porque con frecuencia los aguaceros se desgajan en la cordillera Occidental y las aguas caen en grandes volúmenes al Atrato y el pueblo se inunda. Así que ante la imposibilidad de salvar estos obstáculos Alfredo Pitayá se quedó. 
Fue él quien empezó a ver el retiro de la guerrilla de los cascos urbanos en el amanecer del 21 de abril. “A mí se me hizo raro porque cuando el guerrillero me dijo que ahora mandaban aquí también me advirtió que de aquí no se iban”. Pero en la tarde, comprendió lo que sería el principio de su tragedia pues empezaron a aparecer las pangas con los paramilitares. En la distancia no los diferenció pues ambas partes se visten igual aunque se distinguen porque estos últimos llevan un brazalete blanco que dice en letras negras AUC. 
El viaje de los paramilitares desde Turbo no tuvo alteraciones pues, como dice un comunicado de la diócesis de Quibdó, pasaron sin contratiempos “por los puestos de control militar y de Policía en Riosucio”. La diócesis hizo una alerta temprana sobre este hecho a la Defensoría del Pueblo, que a su vez la pasó a los organismos del Estado (ver artículo ‘La tragedia anunciada’). Las pangas partieron de Turbo, el mismo puerto donde en el mes de diciembre entraron, procedentes de Nicaragua, 3.000 fusiles y seis millones de cartuchos para los paramilitares caso que ahora está en investigación. 

La iglesia de Bojayá tras el ataque de las FARC. Fotografías: Archivo particular y Jesús Abad Colorado.
Unos llegan, otros se van 
La tensión en los dos humildes pueblos de Vigía del Fuerte y Bojayá se vino a sentir cuando las autodefensas empezaron a coparlos. “Era extraño que los guerrilleros se fueran porque sí y los otros llegaran como si nada”, aseguró Pitayá. De todas maneras él fue y buscó al comandante paramilitar y le dijo que le iba a leer una declaratoria de autonomía que en esta región acostumbran hacerles a los grupos armados cada vez que llegan. “A la población civil no le va a pasar nada”, le prometió el jefe de las AUC. 
La calma chicha se interrumpió el jueves 25 de abril cuando las FARC asaltaron en un recodo del río la lancha ‘El Arca de Noé’, una embarcación que iba cargada con los alimentos para las tiendas comunitarias y de combustible para la movilización de los equipos misioneros de la región. La pelea se veía venir. 
El piloto de una avioneta que sobrevoló ese día la región llamó a varios medios de comunicación para alertarlos sobre lo que había visto. “En el pueblo debe haber unos 400 paramilitares. En otro lado debe haber más de 1.000 guerrilleros. Están separados por la selva. Si se encuentran va a haber una matazón”. Los paramilitares, sin embargo, continuaron su rutina de patrullaje e incluso informaron públicamente de la situación. “En el Chocó, donde quieren refugiarse los guerrilleros luego de escapar de la zona de distensión, y donde ya han hecho desastres vandálicos, hemos venido realizando una serie de operaciones tendientes a neutralizar sus acciones de avanzada. Municipios como Bojayá y Vigía del Fuerte, infectados hasta los tuétanos por la plaga guerrillera, ya fueron librados del mal. Pero la lucha apenas comienza”, escribió en su página de Internet el estado mayor del bloque Elmer Cárdenas el lunes 29 de abril. 
Por algún motivo, sin embargo, no tomaron las precauciones necesarias aunque en el mismo comunicado insinuaron los movimientos de la guerrilla. Bajo el título ‘Urabá no les dará cabida’ informaban que las FARC “hace dos semanas entraron a Riosucio, en el Urabá chocoano, para robarse 99 pipetas de gas y algunos bidones de gasolina”, ante lo cual preguntaban “¿cuál será el pueblo que terminará destruido por las pipetas robadas? Esperen el golpe”. 
El golpe que preparaban las FARC era de una envergadura pocas veces vista. Cerca de 2.000 hombres del bloque noroccidental, cuyo jefe es ‘Iván Márquez’, miembro del estado mayor, estaban entre la maraña encerrando en una tenaza a los paramilitares y, en el medio, los habitantes de los dos pueblos. Alfredo Pitayá recuerda que escuchó el primer disparo del golpe el día festivo primero de mayo a las 6 de la mañana. De la maleza salieron varias ráfagas contra una panga en la que se transportaban una veintena de hombres de las AUC. 
Cuando empezó la balacera, los paramilitares que estaban en Vigía del Fuerte reaccionaron con rapidez y emprendieron la huida al frente, hacia Bellavista, en donde se iba a presentar el fatal desenlace. Al llegar a la población chocoana lo primero que hicieron los paramilitares fue atrincherarse en el área urbana de Bellavista. Los pobladores salieron corriendo hacia el centro de salud, la iglesia y al Colegio Departamental César Conto y la casa de las hermanas Agustinas Misioneras. ¿Qué llevó a la población civil a esos sitios? 
“Pues la balacera. Eran las únicas edificaciones de material”, asegura Ernesto Ortiz, un hombre de 40 años, padre de cuatro hijos. “Yo tomé a mi esposa y a mis hijos y nos metimos en la iglesia porque pensé que allí Dios nos protegería”. Su esposa, Matilde Briceño, también creía que era la única tabla de salvación pues lo otro era la selva, el río, y nada más, pues es un pueblo tan pobre que ni siquiera tiene un teléfono para pedir ayuda. 
“Yo en cambio no me fui para ninguno de esos sitios porque la noche anterior había soñado que estábamos encerrados en una casa y que las llamas nos rodeaban y no podíamos salir”, recuerda Dionisio Valencia, el joven que después vería llorar a la joven guerrillera. Él se acurrucó en un rincón de su casa y rezó durante más de 28 horas. Fue lo mismo que hicieron los padres Janeiro Jiménez Atencio, Antonio Mena y Antún Ramos Cuesta, quienes se turnaron las tareas para manejar la emergencia. 
Uno oraba, otro ayudaba a los niños más delicados y el otro repartía la escasa comida entre aquellos que estaban a punto de desfallecer mientras oían los tiros afuera del templo. Además los pobladores también hicieron cosas que nunca imaginaron. Por ejemplo, la joven Luz Nelly Mosquera se paró en la puerta y le impidió el paso a un grupo de paramilitares heridos que querían entrar a la iglesia. “No por favor, por favor no”, les suplicó. 
Entre tanto tres guerrilleros acondicionaban en un pequeño puente colgante, ubicado a 80 metros de la iglesia, el artefacto para lanzar los cilindros. Primero lanzaron uno, que explotó en una construcción adyacente a la iglesia. Otro cayó detrás del hospital, a escasos metros. El padre Antún Ramos Cuesta pensó que las balas no podrían atravesar las paredes de las casas de material pero se imaginó lo que significaría si un cilindro diera contra la iglesia. “Sería una matazón”. Estaba en esas cuando lo vio entrar rompiendo el techo. En fracciones de segundo los paramilitares que estaban fuera también lo vieron. Uno de ellos gritó: “Cuidado con el cilindro”. Sus compañeros saltaron para protegerse. En cambio los civiles no podían ver el proyectil y sólo lo sintieron cuando explotó. 
Dos hombres que estaban junto a Luz Nelly Mosquera quedaron con los brazos completamente amputados. Sin embargo, alcanzaron a correr 80 metros hasta la casa de las hermanas, se abalanzaron contra las puertas, pero como estaban trancadas por dentro cayeron fuera y murieron desangrados. Sus cuerpos serían los últimos en sepultar. Ernesto Ortiz quedó aturdido. Las esquirlas le destrozaron los brazos pero no les hicieron daño a dos de sus hijos, que se salvaron. En cambio sus otros hijos, una niña de 13 años y un niño de 7, y su esposa, Matilde Briceño, murieron destrozados. 
También sobrevivió, al otro extremo de la iglesia, el padre Janeiro Jiménez Atencio, quien no vaciló ni un segundo. Tan pronto vio la carnicería, los cuerpos destrozados, pensó de inmediato en los sobrevivientes. “Había gente para salvar. Algo tenía que hacer”. Y, en efecto, salió por la parte de atrás y se internó en la selva plagada de mosquitos, guiando una romería de hombres, mujeres y niños que después de 28 horas de estar agachados, tapándose los oídos para amortiguar el traqueteo y el ruido de una explosión dentro de un recinto cerrado, ahora debían tener despiertos los cinco sentidos para correr. 
Él iba sacando una a una las personas, saltando matones, diciéndoles a los paramilitares que estaban cerca que no los mataran porque ellos eran neutrales, suplicándoles a los de las FARC que no los terminaran de asesinar. Como iban semidesnudos fueron heridos por las pringamosas, los chuzos, la mafafa y el bambú. “Vamos, padre, vamos”, escuchó que le gritaba la gente. Pero como iba empujándola y velando que no se le quedara nadie atrás, la selva se le cerró y se extravió entre pantanos, ciénagas y manigua. 
Solo en la selva 
En la soledad lloró, no sólo por su extravío sino por la impotencia de no poder salir para ayudar a las víctimas que se habían quedado atrás. La mayoría de ellos, entre tanto, luchaban contra el caudaloso río para alcanzar la orilla de Vigía del Fuerte, donde estaban la mayoría de combatientes de las FARC que creían estar logrando una victoria. Cuando vieron llegar ese ejército de cuerpos semidesnudos, mutilados y asustados, quedaron perplejos por unos minutos. Pero al poco tiempo el comandante ‘Chucho’ ordenó continuar la ofensiva. 
El fuego entre las partes se mantuvo hasta el viernes 3 de mayo, cuando las FARC asumieron el control de Bellavista y la única presencia paramilitar en tierra era de varios cuerpos sin vida. Uno de ellos era el del comandante ‘Camilo’, uno de los líderes del grupo. 
No se sabe el número de víctimas de estos pues sus compañeros se llevaron los heridos, aunque se presume que es alto. Esto se deduce porque en el pueblo, además de los cuatro cadáveres, quedaron 100 equipos de campaña y 55 fusiles y dos ametralladoras de fabricación rusa que las FARC se llevaron en dos pangas. Además, posteriormente, el jueves 9 de mayo, el comandante de las AUC, Carlos Castaño, hizo público un editorial en el que pregunta: “¿Y nuestros muertos quién los llora?”, en el que escribió: “Claro que nos duelen los muertos de Bojayá, nos duelen todos, más los inermes y humildes campesinos. Pero también lloramos los nuestros, nuestros muertos, inocentes y víctimas, aunque armados”. 
En cambio sí hay una certeza, y es lo que pasó con los 117 muertos de la iglesia. Sus cuerpos estuvieron a la intemperie desde las 10:15 del jueves 2 de mayo hasta las 12 del día sábado 4 de mayo, cuando llevaron los primeros cuerpos a una fosa común que cavaron bajo la lluvia porque era imposible sepultarlos en el cementerio que estaba anegado. El día lunes 6 de mayo llevaron el resto. Durante 98 horas estuvieron descomponiéndose bajo el sol del Atrato, bañados por los torrenciales aguaceros de la región; la carne viva bajo la humedad de la selva. 

Las pangas fueron casi que la única manera para que los sobrevivientes salieran de Bojayá tras la masacre. Fotografía: Natalia Botero
Así es la guerra 
Lascario Miller, de 43 años, inspector de Policía de Bojayá, fue y llamó al comandante guerrillero y le leyó una exigencia que todo el pueblo aprobó: “Después del repudiable hecho en el que inmisericordemente fueron masacrados 117 hermanos, les exigimos que se vayan al menos para terminar de darles cristiana sepultura”. El jefe insurgente le contestó que lamentaban el error y le explicó: “Esto es la guerra. Así de dura es la guerra”. Entonces le dijo a la gente que podían ir a enterrar sus muertos. Los pobladores que regresaron a Bellavista no podían acercarse a la iglesia por el hedor. “Esto no se puede hacer así no más”, dijo uno de ellos, y fue, y de un solo trago, se bebió casi media botella de aguardiente. Otros hicieron lo mismo y todos encendieron cigarrillos Pielroja para neutralizar el olor. 
Como no había suficientes guantes en el puesto de salud buscaron bolsas plásticas e improvisaron guantes que aseguraron a sus muñecas con cabuyas. Luego llevaron los cuerpos a las canoas. Empezó un desfile de canoas por las aguas del Atrato ante la mirada miedosa de las mujeres sobrevivientes en las orillas, el mareo de los hombres que realizaban la tarea y la vigilancia silenciosa de los guerrilleros que observaban en la distancia. Fueron al cementerio pero continuaba anegado. Se dirigieron selva adentro, cinco kilómetros arriba, hasta la misma fosa donde el sábado habían depositado los demás restos y sepultaron allí a las víctimas, bajo un torrencial aguacero, sin poder siquiera ofrecerles una misa y sin derramar una lágrima porque ellos no lloran ante los actores armados por temor a que los acusen de estar dolidos por algún difunto que ellos consideraban un enemigo. 
El martes acabaron la tarea cuando sepultaron a los hombres que habían corrido sin brazos. Ese mismo día apareció de su extravío el padre Janeiro Jiménez Atencio. Llegó con paludismo, con varios kilos menos y con el dolor de no haber podido sepultar a su gente. Cuando llegó, en el pueblo no había nadie. Las puertas y las ventanas quedaron de par en par. El silencio era sepulcral. Entre tanto, al otro lado, en Vigía del Fuerte, había confusión. Todos querían huir. Y le temían a todo, pues las balas ya no venían por tierra y agua pues en varias ocasiones un helicóptero militar sobrevoló Vigía del Fuerte y ametralló de ida y de vuelta. Entonces se apresuraron a llevar los heridos a las embarcaciones. “Miren mis brazos, miren mis brazos”, clamaba Ernesto Ortiz. Él fue a uno de los primeros que subieron en una panga. Alfredo Pitayá esta vez sí decidió embarcarse. 
A los desplazados de allí empezaron a sumarse los de los pueblos cercanos. Naciones Unidas estima que pueden ser cerca de 30.000 pobladores atravesando el río. Algunos creen que así huirán de la violencia. Pero otros saben que la tragedia ahora entra en otra fase. 
Hace cinco años, primero los paramilitares y luego el Ejército, llegaron a la cuenca del río Atrato, en la zona media y baja, sobre los ríos Salaquí y Truandó. Hubo muchos muertos y un éxodo enorme; 4.500 se fueron para Pavarandó en el desplazamiento masivo más grande por una sola acción en la historia del país. Otros se fueron al coliseo de Quibdó. 
Los medios de comunicación vinieron, los gobernantes se tomaron las fotos de rigor cuando viajaron a prometer ayuda, y luego todos se marcharon. Hoy, después de un quinquenio, los 500 desplazados de esa ocasión están aún hacinados en el coliseo. “A mí ya se me secaron las lágrimas. Me marchité de tanto pedir ayuda”, dice una mujer rodeada de cinco niños a quienes, pese a su desnudez, se les ve el fastidio por el sopor del mediodía. Alfredo Pitayá está desplazado en una casa de dos plantas donde se hacinan 257 personas. Recuerda la última frase de un comandante guerrillero que les ordenaba a sus hombres: “Retirémomos para los laditos porque viene el Ejército”. La orden era hacerse a un lado mientras las Fuerzas Armadas hacen una demostración de fuerza. Pero las FARC saben que los militares no pueden dejar a los helicópteros ni a la tropa durante semanas y menos meses. En la maraña de selva hay 2.000 hombres listos a salir de nuevo para demostrar que ellos son los que ahora mandan allí.