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La voz de los obispos en medio del conflicto armado

Los prelados se han convertido en los interlocutores de la Colombia profunda que se siente olvidada por la institucionalidad.

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1 de abril de 2021, 6:08 a. m.
De manera regular, y sin mayor protección, los obispos viajan a los lugares más apartados de sus diócesis. A la izquierda, Luis A. Maldonado, obispo de Mocoa-Sibundoy. A la derecha, Ariel Lascarro, obispo de Magangué.
De manera regular, y sin mayor protección, los obispos viajan a los lugares más apartados de sus diócesis. A la izquierda, Luis A. Maldonado, obispo de Mocoa-Sibundoy. A la derecha, Ariel Lascarro, obispo de Magangué. Foto: esteban vega la-rotta-semana

Cuenta monseñor Ariel Lascarro, obispo de Magangué, que hace unos meses, en un consejo de seguridad reunido en Simití para analizar el recrudecimiento del orden público en la región, el general del Ejército Nacional que lo presidía, antes de tomar la palabra, dijo: “Escuchemos primero al párroco para que nos explique bien que está sucediendo acá”.

El comentario del militar podría pasar desapercibido para la mayoría de la gente, pero encierra una significativa realidad: los sacerdotes y prelados conocen como la palma de la mano los lugares más recónditos del territorio nacional, sitios donde ni siquiera llegan las instituciones del Estado y si lo hacen, solo es por medio de la presencia militar.

A pie, a lomo de mula o en chalupa, los obispos recorren todas las parroquias de sus diócesis para hablar con sus habitantes sin distingo de raza o religión. “Nuestro objetivo es poner a Dios en los corazones de los hombres y mujeres. Nosotros no hacemos distinciones. No nos interesa extorsionar con la fe, no buscamos hacer caridad a cambio de fieles. Todos son iguales ante nosotros y ante Dios”, le explicó a SEMANA monseñor Omar Alberto Sánchez días antes de abandonar la diócesis de Tibú para asumir la arquidiócesis de Popayán.

Impresiona escuchar a estos obispos hablando como si fueran experimentados geógrafos. Conocen la mayoría de los nombres de las veredas y caseríos de sus diócesis y las maneras de llegar a ellas, los accidentes geográficos, los tipos de vegetación y la idiosincrasia de sus gentes.

Catorce obispos del suroccidente colombiano se reunieron en Buenaventura para respaldar a monseñor Rubén Darío Jaramillo, obispo de esa ciudad.
Las escalofriantes amenazas contra los obispos del país

Parecen libros de geografía física andantes. Los relatos de prelados como Juan Carlos Barreto, obispo de Quibdó; Mario de Jesús Álvarez, de Istmina-Tadó; Ariel Lascarro, de Magangué; Jaime Cristóbal Abril, de Arauca; o Francisco Múnera, de San Vicente del Caguán (que hace unos días fue nombrado arzobispo de Cartagena), entre otros, dan cuenta de cómo se conocen centímetro a centímetro los ríos que llevan recorriendo por años y las poblaciones que habitan en sus riberas. Ellos cuentan que ese conocimiento se lo deben a la misión pastoral encomendada por Dios desde que se ordenaron como sacerdotes.

Así, han conocido de primera mano el drama que viven millones de colombianos en las regiones más alejadas de los grandes centros urbanos y de poder del país, y los ha llevado a volverse en sus interlocutores, a levantar la voz de rechazo por el abandono y la violación de los derechos humanos. Labor con la que se han ganado la confianza y el cariño de indígenas, afrocolombianos, campesinos y demás ciudadanos. Pero también les ha granjeado la animadversión de aquellos que quieren mantener intimidadas a las comunidades. No en vano, monseñor Rubén Darío Jaramillo, obispo de la diócesis de Buenaventura, recibió, a inicios de marzo de este año, serias amenazas en contra de su vida.

Rubén D. JAramillo Obispo de Buenaventura
Rubén D. JAramillo Obispo de Buenaventura Foto: esteban vega la-rotta-semana

Aunque cada región tiene su particularidad, la mayoría de los obispos entrevistados por SEMANA dan cuenta del recrudecimiento de la violencia armada en los últimos años en el país. En términos generales, a ellos les preocupa el aumento del confinamiento y las restricciones de las libertades que han impuesto el ELN, las disidencias de las Farc y los grupos armados ilegales como el Clan del Golfo en buena parte del territorio nacional.

“En algunas regiones de la diócesis de Magangué, al igual que en otras partes del país, las comunidades ya se sienten extrañas en sus propios territorios. A veces tienen que pedir permiso y avisar que van a salir de sus parcelas”, cuenta monseñor Lascarro. De igual manera opina monseñor Hugo Alberto Torres, obispo de Apartadó: “Vemos con preocupación cómo cada vez más los indígenas se tienen que quedar en los cascos urbanos por temor a regresar a sus territorios y caer presas en los enfrentamientos entre los grupos armados”.

hugo a. torres M. Obispo de Apartadó
hugo a. torres M. Obispo de Apartadó Foto: esteban vega la-rotta-semana

Los obispos también coinciden en afirmar que el mayor reclamo que las comunidades les hacen es el abandono que sienten del Estado y el olvido de los demás colombianos. “Los campesinos e indígenas de la diócesis Mocoa-Sibundoy piensan que sus compatriotas ni siquiera saben que existen, sienten que Colombia se ha construido dándoles la espalda”, afirma monseñor Luis Albeiro Maldonado. Sin contar las denuncias que hacen por la violación a sus derechos por parte de los grupos armados ilegales.

De izquierda a derecha: 

Hugo Alberto Torres Marín, obispo de Apartadó. Luis José Rueda Aparicio,  arzobispo de Bogotá. Juan Carlos Barreto obispo de Quibdó y Amelicia Santa Cruz, de la OIA.
Obispos denuncian grave situación humanitaria de indígenas en Murindó y Mutatá, Antioquia

Esta dura situación ha llevado a los obispos, por un lado, a convertirse en interlocutores de sus comunidades y denunciar todos estos hechos, pero, por el otro, a emprender acciones, que llevan ya varios años, para fortalecer las capacidades organizativas y reivindicativas de los pobladores de sus diócesis. Una tarea en la que la Iglesia católica colombiana es experta y que le ha generado la animadversión de los grupos ilegales, pero a la vez ha dejado experiencias exitosas como el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, emprendido desde hace ya varias décadas en la diócesis de Barrancabermeja; el Comité del Paro Cívico de Buenaventura en el que la diócesis tuvo participación, y, recientemente, el Pacto por la Vida y por la Paz en el Pacífico, que firmaron las diócesis de esta región.

Al respecto, monseñor Jaramillo dice: “Nuestra labor de evangelización nos lleva a acompañar a las comunidades en la formación de liderazgos que contribuyan al fortalecimiento institucional y a la apropiación de sus derechos”.

Por su parte, monseñor Sánchez agrega: “Para nosotros, poner a Dios en los corazones y difundir el evangelio también significa participar en la construcción de paz, en contribuir en fortalecer la democracia, la inclusión social y el desarrollo campesino y a preservar el medioambiente”.

De izquierda a derecha: Germán Valencia, representante de la Onic; Hugo Alberto Torres Marín, obispo de Apartadó; Luis José Rueda Aparicio, arzobispo de Bogotá; Juan Carlos Barreto, obispo de Quibdó, y Amelicia Santa Cruz, de la OIA
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La gran pregunta es: ¿cómo estos obispos se han ganado la confianza de sus pobladores tanto como para contarles cosas que no se atreverían decirles a los miembros de algunas instituciones del Estado? Monseñor Froilán Tiberio Casas explica que eso se debe a que “mantenemos una relación de conciliación, de respeto, no asumimos posiciones políticas y propendemos a la unión”. Otro elemento que ayuda a la confianza es el diálogo cercano y directo.

Cuando un habitante habla con un párroco o con un obispo no tiene que enfrentarse a toda una burocracia que lo hace sentir extraño y que sus problemas no son importantes. “No se imagina la confianza que logramos con los afrocolombianos e indígenas y la comunidad en general por el hecho de escucharlos directamente y poner de nuestra parte para tramitar sus inquietudes”, dice el obispo de Quibdó.

JUan C. Barreto Obispo de Quibdó
JUan C. Barreto Obispo de Quibdó Foto: esteban vega la-rotta-semana

Y es precisamente esa confianza la que buscan romper los grupos armados ilegales, porque saben que buena parte del trabajo pastoral está dirigido a que las comunidades se emancipen de su control y accionar. Pero, por otro lado, esta labor también puede ser un paso fundamental para terminar una de las falacias históricas de Colombia: ampliar la presencia del Estado en las zonas más apartadas del país.


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