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Hasta 100 millones de pesos ofrecen las autoridades para dar con el paradero de al menos 10 hombres encapuchados que abrieron fuego contra los clientes de un billar en uno de los municipios más militarizados del Catatumbo. Un día después de la masacre decenas de tarrenses acataron el llamado de la Iglesia Católica y se movilizaron para exigir que cese la violencia. | Foto: Cisca / Archivo Particular

ORDEN PÚBLICO

Masacre en el Catatumbo: a la buena de Dios

El asesinato de nueve personas en El Tarra puso de nuevo en evidencia la falta de control del Estado y revivió con fuerza el temor del fantasma de las masacres paramilitares que azotaron la región del Catatumbo. ¿Qué está pasando?

4 de agosto de 2018

Diez sicarios sepultaron la esperanza de paz en el Catatumbo. Lo hicieron a mansalva y sin mediar palabra a las 2:30 de la tarde el pasado 30 de julio, cuando dispararon ráfagas de fusil contra los clientes de un billar en el pequeño municipio de El Tarra. Sobre el pavimento quedaron tendidos los cuerpos de las víctimas. Ese acto salvaje acaparó la atención de los medios y obligó al país a recordar la barbarie paramilitar de los años noventa.

Nueve personas murieron y dos más quedaron heridas. A imagen y semejanza de las masacres de las AUC, primero cayeron los inocentes: un hombre dedicado a vender chance y la mujer encargada de atender el billar. Vladimir Quintero sobrevivió. Aunque sintió el impacto de las balas antes que su hermano, se hizo el muerto y no se movió ni cuando uno de los encapuchados le descerrajó una bala más en su pierna.

Mientras los asesinos salieron en una camioneta, costosas motos de alto cilindraje y ‘armados hasta los dientes’, los hombres, mujeres y niños, que habían salido despavoridos, regresaron a ayudar a los sobrevivientes. Pero esa reacción en medio de la angustia alteró por completo la escena del crimen, en la que murieron un presidente de Junta de Acción Comunal, dos civiles y siete excombatientes de las Farc, dos de ellos certificados por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz.

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La violencia avasalla desde hace mucho tiempo los 11 municipios del Catatumbo. No solo por las décadas en que los grupos criminales se han turnado el control de los territorios, como ocurrió cuando las Farc llegaron a ocupar el vacío de los paramilitares hace más de una década; sino también porque desde hace un tiempo en esta subregión del Norte de Santander los habitantes sienten que se están sumergiendo en una nueva fase de violencia. “El acuerdo de paz es una oportunidad, pero se ha ido perdiendo. Sin esa guerrilla hubo transferencia de negocios. Ahora, la realidad territorial es más compleja de lo que creíamos y eso requiere ritmo y retos distintos”, manifestó Irina Cuesta, investigadora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).

Más preguntas que respuestas

Una semana después de la masacre, nadie sabe quién la perpetró ni por qué. El pueblo lleva 15 días prácticamente incomunicado. Unos callan por miedo y otros lo hacen porque no saben qué decir. La salida de las Farc constituyó un quiebre y desató las aspiraciones expansionistas de los demás actores armados. Solo en los últimos seis meses la guerra sin cuartel entre el ELN y el EPL (los Pelusos) ha dejado decenas muertos y casi 11.000 desplazados, según cálculos de la Acnur. Además de más de 257 homicidios, según Medicina Legal. Muchas de las víctimas permanecen confinadas en insalubres al bergues sin que a la fecha las autoridades hayan podido resolver el retorno a su tierra. Son más de 35 los que han tenido que habilitar la Gobernación y la Alcaldía en el territorio.

En el Catatumbo los sembradíos de coca han crecido de manera exponencial. La región tenía 3.490 hectáreas de coca sembradas en 2011, y en 2017 reporta 24.587.

Las rutas de narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, el tráfico de armas y hasta de personas componen el jugoso botín que todos pelean. En un solo territorio proliferan más de cinco factores de violencia. Pero la impotencia que ha mostrado el Estado a la hora de manejar la situación es lo que más preocupa a las comunidades que volvieron a quedar a merced de los grupos criminales. La diferencia es que todavía no hay certeza de quién impone el orden. “Pareciera que están dejando que se maten entre ellos solos”, le dijo a SEMANA un líder del pueblo.

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Con más de 10.000 efectivos, las Fuerza Militares adelantan operaciones en el Catatumbo. Pero los resultados no se ven más allá de las 210 toneladas de clorhidrato de cocaína y 134 de marihuana incautadas en lo que va corrido del año. La violencia sin control y el rosario de incumplimientos, entre muchas otras causas, fueron zanjando el abismo que separa a las comunidades del Estado. No hay confianza, y no es para menos. “Frente a ellos (los militares) han pasado hasta 60 camiones con contrabando y no hacen nada. Todos saben que permanecen acantonados. Antes uno caminaba hasta nueve horas para empezar a ver cultivos de coca, ahora están ahí no más, a un lado del Batallón”, denuncia Jorge Solano, integrante de la mesa de víctimas del Catatumbo. Y es que solo esta región, que ocupa el segundo lugar después de Nariño, concentra 24.587 hectáreas sembradas.

Bajo este contexto se desprende el mayor interrogante que dejó la masacre. Si en la entrada principal por la vía de Tibú a El Tarra hay un Batallón del Ejército y un comando de la Policía, ¿por qué nadie notó algo? ¿Por qué nadie dio aviso para que los interceptaran más adelante? ¿Cómo ocurre una masacre en uno de los municipios más militarizados del país? La respuesta más grave apuntaría a la hipótesis según la cual nuevamente se estaría forjando una alianza entre sectores corruptos de la fuerza pública y los grupos armados en la zona. Este sería sin duda el peor de los escenarios porque implicaría un retroceso a épocas bárbaras que el país creía superadas. Más de 66 masacres y alrededor de 120.000 personas fueron desplazadas entre 1980 y 2013 solo en esa subregión del país.

Otros expertos consultados por SEMANA plantean un segundo escenario menos escabroso, pero no menos inquietante: “Hay presencia militar, pero no control territorial”. Es decir, no tiene sentido enviar las tropas al terreno “si no se despliegan con una estrategia para operar. Eso es lo que no se ve”. Precisamente, esa es la postura de quienes critican que se haya sacado adelante una reforma en el Ejército que, según dicen, menguó sus capacidades de combate.

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Pero es necesario observar desde todas las orillas la espiral de violencia que sacude al Catatumbo. ¿La razón? Los recurrentes ataques que francotiradores criminales han perpetrado contra la fuerza pública también tienen en jaque su accionar. Hace un mes el soldado profesional Sebastián Cataño, adscrito a la Fuerza de Tarea Vulcano, fue asesinado en el municipio de Convención. La tensión que se vive en terreno quedó al descubierto hace unos meses con la pelea que protagonizaron un sargento y un coronel de la Policía después de que varios hombres armados y uniformados secuestraron en el casco urbano de Teorama a cuatro personas.

“… Deje el miedo, mijo. No les trasmita el miedo a esos policías, ¡vayan hasta la Alcaldía! ¡Verifiquen!”, le dijo el coronel. “Los medios de comunicación pueden decir muchas cosas. Pero una cosa es estar allá y otra cosa acá. De una vez le digo: yo tampoco voy a estar acá de güevón, a hacerme matar también”, le respondió enfurecido el sargento.

Más acción

Con la dejación de armas de las Farc salió un actor del combate, pero siguió vigente la influencia del narcotráfico, que les da vida y fortalece otras estructuras armadas. El aumento de este fenómeno, no solo auspiciado por grupos criminales colombianos sino mexicanos, conduce a una de las hipótesis más fuertes de las autoridades sobre lo que ocurrió el 30 de julio. En juego estarían las rutas del narcotráfico tanto de Colombia como de Venezuela. Y todo indica que el vecino país sirve de plataforma para que los grupos criminales saquen la droga a Centroamérica.

Las demandas históricas en el Catatumbo pasan de generación en generación. Vienen desde los años ochenta con el paro que sacudió el nororiente de la región, en los noventa con las masacres paramilitares y se prolongaron hasta el paro agrario de 2013, sin que a la fecha todavía haya una respuesta. “Hay que llegar con docentes y médicos. El Invías y el Sena, por ejemplo. Hay que llegar con garantías para que los campesinos tengan una alternativa diferentes a la coca”, manifestó el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret.

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En la zona falta control territorial y como consecuencia las comunidades no tienen más opción que someterse a las dinámicas de la economía ilegal. Por eso, muchos creen que solo ofreciendo nuevas salidas las autoridades podrían empezar a desmantelar el negocio que tiene sumida la región en la violencia. Se trata de una demanda histórica no solo institucional, sino también de reconocimiento, “son campesinos con derechos”, señala Negret.

Los habitantes del Catatumbo han oído muchas promesas. Las más esperanzadoras llegaron con la firma del acuerdo de paz y el desarrollo territorial que les prometieron. Pero poco de eso les han cumplido. Las familias se quejan de que a los programas les faltan recursos y de las demoras en las inversiones que permitan hacerle frente a la pobreza rural. Por eso, la semana pasada, de pie ante los féretros, los amigos y familiares de las víctimas de la masacre de El Tarra se sacudieron el miedo, pero todavía viven con la zozobra de que se desencadene una ola de retaliaciones y las masacres regresen con fuerza en esa tierra sin Dios ni ley.