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Pierre Niney interpreta a Adrien, un joven francés que llega a Alemania para visitar la tumba de un soldado germano que murió en la guerra.

CINE

Frantz

Usando una fotografía austera en blanco y negro, el director francés François Ozon adapta y expande una obra teatral antibélica que privilegia las incertidumbres sobre la claridad moral.

Manuel Kalmanovitz G.
6 de mayo de 2017

País: Francia/Alemania

Año: 2016

Director: François Ozon

Guion: François Ozon y Philippe Piazzo a partir de la obra de Maurice Rostand

Actores: Pierre Niney y Paula Beer

Duración: 113 min

El punto de partida de esta película es una obra de teatro que el célebre Ernst Lubitsch ya había adaptado en 1932. La película original no fue un éxito en su estreno y, dentro de la filmografía de Lubitsch, es notablemente seria y pesada, y poco tiene de la picardía y agudeza por las que es justamente recordado.

Pero el director François Ozon juega diestramente con su fuente, dedicándole solo la primera mitad de la cinta con una segunda mitad de cosecha propia. No es que busque nuevas ligerezas en el material, pero el contraste que crea entre las dos partes le da profundidad y matices a algo que fácilmente podría haberse quedado –como es el caso de su inspiración– en un panfleto antibélico simplista y bienintencionado.

La acción tiene lugar poco después de la Primera Guerra Mundial y la primera parte sucede en un pueblo germano a donde llega Adrien Rivoire (Pierre Niney), un joven francés, a poner flores en la tumba de Frantz, un alemán muerto en la guerra. Su presencia es misteriosa, y Anna (Paula Beer), la prometida del difunto, conmovida por el gesto, termina llevándolo a casa de los padres de Frantz con quienes establece una relación cercana.

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Pero afuera de la casa el ambiente no es tan acogedor. La rabia y el resentimiento que dejó la guerra siguen presentes y el hecho de ver a un francés bien recibido en un hogar alemán es interpretado por los conocidos como una especie de traición.

Eventualmente queda claro que Rivoire está allí para pedir perdón, pero el muchacho, interpretado por Niney como una criatura nerviosa carcomida por algo aterrador, no tiene la fortaleza para hacerlo. En esta película elusiva las indecisiones son paralizantes y las intenciones, aunque buenas, son débiles y se les dificulta pasar a la acción.

En ese sentido, a pesar de estar situada hace casi un siglo, es un filme que también habla del presente volátil en el que parece encontrarse una parte considerable del mundo actual. ¿Hacia dónde correr? ¿Es mejor encerrarse y negar a los otros? ¿O abrirse y asumir los riesgos que vienen con cualquier encuentro?

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Es una película elegante estructuralmente, que refleja la llegada de este extraño en la primera parte con un viaje en la segunda: esta vez Anna va a Francia en busca de Rivoire. Allí, los cánticos patrióticos alemanes tienen su contraparte en la entonación de La Marsellesa en un café con sus líneas amenazantes celebrando que “una sangre impura inunde nuestros surcos”. Pero la desorientación va dando paso a otras ideas, retomando los destellos melodramáticos y las contorsiones emocionales tan comunes en el cine de Ozon.

Acá la actuación de Beer ancla la película y gracias a su sobriedad la incertidumbre general se hace aguda y efectiva. Con una música que recuerda la banda sonora que Bernard Herriman creó para Vértigo, Frantz termina jugando con temas no muy lejanos a los de la película de Hitchcock: los dobles, las mentiras, la dependencia emocional, las búsquedas imposibles.

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A diferencia de la claridad moral de la obra que adapta, Frantz se niega el placer de las certezas para ofrecer, en cambio, una incertidumbre elegante y sin salida.

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