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Kingsman: el círculo dorado

La continuación de esta saga de espías ultrasecretos retoma su personaje principal para enfrentarlo a una villana narcotraficante, en una película incoherente, pero con espectaculares escenas de acción. *1/2

Manuel Kalmanovitz G.
30 de septiembre de 2017

Título original: Kingsman: The Golden Circle

Año: 2017

País: Estados Unidos

Director: Matthew Vaughn

Guion: Jane Goldman y Matthew Vaughn a partir del cómic

‘The Secret Service’

Actores: Taron Egerton, Julianne Moore, Colin Firth

Duración: 141 MIN

La idea detrás de Kingsman parece ser invitarnos a una especie de viaje en el tiempo y recuperar al James Bond de esa época lejana –porque ahora estamos en la era del Bond más oscuro y culposo y reflexivo–, en la que no había necesidad de pensar en ninguna de las implicaciones negativas de esa era descarnadamente colonialista en la que surgió el espía británico.

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En esta película no hay ninguna duda sobre quiénes son los buenos (los ingleses y los estadounidenses) o qué implica serlo (presentarse como una caricatura nacional). Da la sensación de que estamos en ese mundo con el que sueña la derecha aislacionista, que ha resurgido con tanta fuerza en el mundo anglosajón: añorante de un pasado glorioso, ciego ante su rol protagónico en las injusticias de ese tiempo y complaciente de su ignorancia.

Es, también, un filme comprometido con lo espectacular y con nada más. Que la historia central no tenga sentido poco importa, mientras las peleas se alarguen para que estos hombres –son solo hombres– se peguen y destrocen y exploten, en un baile que le debe más al correcaminos que a las dramáticas balaceras en cámara lenta de Sam Peckinpah.

Decía que hay ecos de Bond, aunque Eggy (Taron Egerton, bajo de gracia) es un Bond pulido con estropajo, sanitizado, monógamo y, en últimas, infantilizado, que conserva su fetichismo con la ingeniería de la destrucción sin sus pulsiones de seductor.

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La villana de la película es Poppy (la siempre excelente Julianne Moore, totalmente desperdiciada acá), una mujer de una dulzura rechinante que ha logrado tener el monopolio mundial del tráfico de drogas. ¿Cuáles drogas? Todas. ¿Cuáles son todas? Ni idea.

En la lógica absurda de esta cinta, esta traficante vive en lo que parece ser un pueblo del Medio Oeste estadounidense de los cincuenta, pero situado en medio de las selvas camboyanas, y su estrategia de dominación consiste en infectar las drogas con una enfermedad mortal que acaba con los consumidores en un par de semanas. ¿Pero matar a sus clientes no la perjudicaría? Seguramente, pero ¡miren! ¡Una pelea espectacular! ¿Para qué preguntarse nada cuando estos tipos se están mutilando tan dinámicamente entre sí?

En un anuncio televisado pone un ultimátum: o legalizan las drogas o se mueren todos los consumidores. Además, ¡tiene prisionero a Elton John! ¿Por qué Elton John? Ni idea, pero ¡miren! ¡Tiene un vestido de plumas de colores! ¡Y zapatos de plataforma! ¡Y viene una pelea! ¡No se distraigan pensando, que van y se la pierden!

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En fin. Hay más caos y destrucción. Al comienzo, unos misiles acaban con la mayoría de miembros de la sociedad secreta Kingsman –que se disimula tras una sastrería en el icónico Savile Row de Londres–, así que deben pedirles ayuda a los Statesman, otra sociedad secreta, pero de Estados Unidos, que se visten y hablan como vaqueros y que se camuflan tras una destilería de bourbon.

Las escenas de acción son, sí, espectaculares, pero tras el espectáculo no hay más que un colapso de cualquier inteligencia y hasta de la lógica más elemental.

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