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Juancho Valencia suele montar bicicleta y hacer largos recorridos movido por una fuerza involuntaria. Foto: Julieth Arias. | Foto: Julieth Arias

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Juancho Valencia, la clave de la transgresión musical

En este perfil, escrito hace un par de años, se cuenta la vida del músico Juan Diego Valencia, uno de los productores colombianos más celebrados de los últimos años, creador de lo que se conoce como las nuevas músicas colombianas y hoy nominado al Latin Grammy.

Daniel Rivera Marín
13 de noviembre de 2019

Es diciembre de 2013, jueves. En una casa vieja, un bar, cerca del Parque Lleras, en Medellín, los muchachos solo toman cerveza artesanal, llevan bi- gotes insípidos, una mota de pelo, gafas de marco grueso. En las paredes hay dibujos de historietis - tas de la ciudad —Joni b, Truchafrita—, todas muy vanguardistas, iconoclastas. Los muchachos son pocos y caminan rápido por el bar. Suena música electrónica y de pronto aparecen los músicos de Puerto Candelaria, que se acercan a la consola y luego se meten a un cuarto. Luego de una hora salen vestidos para la escena: muy kitsch, muy coloridos, una combinación entre cantante tropical y traqueto de pueblo. El chucu chucu —este chucu chucu raro, tenso, disonante, que va de Los Hispanos y Fruko y sus Tesos a Thelonious Monk— empieza a sonar y la gente no baila, todos saltan como punkeros que no se agarran a puños, que no poguean. No bailan porque los hipsters, parece, no saben bailar.

Esta noche Juancho Valencia es, en todo su esplendor, el ‘Sargento Remolacha’, su álter ego, la cara desencajada de alegría que comanda los ritmos que toca Puerto Candelaria. Tomará ron y cerveza del público, dirá algunos chistes fáciles y otros que no se entienden, agitará un baile tieso, improvisará, como siempre, guiado por la voz de su padre que desde que murió no ha parado de susurrarle cada vez, como en aquel concierto en Europa en el que —recordará su madre meses después— sintió una presencia sobrecogedora.

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Esta noche, como en todos los conciertos, con Eduardo González, José Tobón, Cristian Ríos, Didier Martínez y Juan Guillermo Aguilar —que también tienen sus personajes en el escenario: El caballero del bajo, El loco, Barromán, Pajarito, Cosito—, toca y no se sabe si eso que suena es la propuesta más arriesgada de la música colombiana o un chiste.

Primero hay que decir que a Juancho Valencia —pianista y productor al que le han escrito líneas y líneas de elogios; director de Puerto Candelaria con un seudónimo infantil y enigmático, pionero de eso que llaman nuevas músicas colombianas— no le gusta la música, o todavía no lo sabe, dice que lo ha hecho toda la vida, como arrastrándose por una inercia de obsesión. También hay datos que se saben más o menos entre músicos y que son mitos: que cuando su madre sintió los dolores de parto estaba en un baile y le dijo a su marido que salieran corriendo para el hospital porque el muchachito iba a nacer, y el hombre le contestó que esperaran un rato a que la orquesta terminara de tocar; que Juancho Valencia tiene una risa estrepitosa y extraña que, a veces, no corresponde con la realidad —“a mí me entristecen muchas cosas, pero soy un man feliz, yo me río hasta de lo que no tiene sentido”—; que tiene una disciplina extrema que viene, casi, de un trauma; que no duerme; que es pianista y no sabe bien si le gusta el piano; que una noche, cuando tenía doce años, en una de las fiestas que su papá organizaba en su casa —a la que le decían la embajada cubana— tocó el piano con Chucho Valdés, lo que fue para muchos un bautizo de sangre porque Chucho quedó asombrado y el niñito impávido; que lucha contra la obsesión y busca salidas como montar en bicicleta o correr, pero las salidas siempre terminan en la misma espiral, como la vez que trotó hasta que se le ampollaron los pies: “Estaba en Santa Elena y salí a trotar, de cuadra en cuadra, siempre queriendo ir más lejos; llegué a Medellín, en la Oriental me dije que ya estaba cerca de la casa, me quité los zapatos y seguí. Me quedé como cuatro días sin poder caminar”.

Hijo único de Luis Fernando Valencia —profesor, arquitecto, diseñador de construcciones antioqueñas memorables, melómano como pocos, coleccionista de salsa, sones, boleros, jazz, músico frustrado que tocaba acordeón— y de Gilma Vanegas —cocinera, bailadora, anfitriona sin igual de las fiestas que en la casa parecían no tener fin—, Juancho Valencia nació el 16 de marzo de 1980 en la clínica El Rosario de Medellín y en su casa, además de fiestas, se hacían interminables charlas de domingo en las que su padre, al que le decían El Vale, y César Pagano —fundador del clausurado bar bogotano de salsa Salomé, periodista, melómano, coleccionista de salsa, sones, boleros, jazz y, quizá, también músico frustrado— veían videos, escuchaban el último larga duración que llegaba desde Cuba, debatían, y el pequeño Juan, hijo único, escuchaba, hasta que le llegó el turno de ser forzado: “Yo nunca quise ser pianista, yo fui obligado por mi papá”.

Es una tarde de febrero de 2014 y doña Gilma Vanegas espera en la sala de su casa. “Venga, primero que todo le muestro unas fotos”, dice. En la sala hay un piano y fotos: Juancho con Herbie Hancock en Cuba, Juancho con los integrantes de Puerto Candelaria, Juancho siendo un niñito y tocando un piano, Juancho con su papá tres meses antes de que este muriera. “Fuimos muy felices”, dice doña Gilma con nostalgia.

—¿Juancho empezó a estudiar música siendo muy niño?

— Desde los cinco años lo matriculamos en clases de piano en la academia de don Domingo Córdoba, y a los seis años dio el primer concierto en el Banco de la República, que es esa foto que tenemos allá, la primera. Tocó Para Elisa. Él ya tenía nociones de piano porque ya llevaba casi un año estudiando; el papá fue músico también, no tan bueno como Juancho.

—Él ha dicho muchas veces que el piano fue un tormento.

—A Juancho lo metimos a la academia con cinco añitos, y estaba en un jardín desde que tenía añito y medio, y toda la vida fue así. Después pasó a primero en el colegio y siguió en la academia, eran tres días de la semana de tormento; a él lo dejaba aquí el bus y eran tres, cuatro amiguitos con el balón, y él tiraba el maletín y se iba a jugar, entonces cuando no tenía clase yo lo dejaba, le decía: “Niño, son las dos, a las cuatro lo recojo”. Cuando tenía clase yo no lo dejaba ir, y él decía: “A mí no me gusta ese piano, ¿por qué me ponen las cosas que no me gustan?”. Y lloraba, entonces yo le daba el almuerzo, lo desvestía, lo bañaba, le ponía la ropa y le decía “Nos vamos porque la clase es de cuatro a siete de la noche”.

Juancho Valencia explica la minucia de sus gustos musicales y quiere decir algo, no solo decir que le gusta el jazz, o la salsa, o la música folclórica y quién sabe si le gusta la música. Cuando habla de cualquier cosa parece que no logra rehuir de una reflexión en la que está inmerso todo el tiempo: de la marca de piano que usa.

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“Yo estudié piano toda la vida, y trabajé mucho con pianos Yamaha, Roland, Korg y por eso estuve a punto de dejarlo para dedicarme al acordeón, eso fue hace siete años. Porque estos pianos electrónicos no suenan como un piano, son un teclado. Hasta que conocí el Nord, que es una marca sueca relativamente nueva, y la filosofía del instrumento se escucha. Su filosofía es utilizar toda la tecnología para que suene imperfecto, como de verdad suena un instrumento real; todo lo demás utiliza la tecnología para mejorar el sonido de un instrumento real. Ahí hay un cambio filosófico y de sonoridad muy grande. El Nord no es un sonido grande como un Roland o un Korg, esto suena buuuu y ya, así como es. Yo necesito que suene así, crudo. Es un instrumento superavanzado pero clásico, es como el futuro que uno ve en las caricaturas de Pixar, un futuro pero viejo, un futuro vintage, es un sonido más retro, más nostálgico, con mucho ruido, es un poquito desafinado porque el piano real es desafinado, porque la realidad no es afinada, pero el Roland sí es afinado”.

Tenía ocho años y estaba en clase con el maestro Jorge Cotes, entonces pianista de El Combo de las Estrellas, cuando nació en Juancho la inquietud. Fue en ese momento cuando Jorge le dijo que buscara, investigara, tratara de encontrar qué pasaba mientras tocaba un La trece (A13), quizás el acorde más difícil de jazz, la destrucción de las convenciones occidentales, la disonancia. Juancho tardó seis meses para descomponer el acorde, para darse cuenta de las extensiones que tenía la triada.

“Por eso para mí la disonancia es tan normal, porque desde pequeño me acostumbré a ella. La otra vez un amigo que da clases de música en un barrio de la comuna 8 me dijo que estaba enseñando unos acordes y que empezó a sonar una balacera y él se metió debajo de la mesa, pero los estudiantes siguieron como si nada, esa es la disonancia. La disonancia en Medellín es la violencia, pero aquí nos acostumbramos”, dice Juancho una tarde de marzo en Merlín Studios, queriendo explicar por qué para él lo más extremo suena convencional, pero, también, dando un discurso, exponiendo una teoría.

Hijo único, solo, teniendo en casa una de las colecciones de salsa y jazz más grandes de la época, Juancho Valencia se convirtió en un obsesivo. Sus conversaciones internas, como las llama, empezaron a girar alrededor de nuevas melodías, de descubrir lo inexplicable del tumbao, del sabor de los cubanos, de comprender por qué el jazz de Charlie Parker, de Miles Davis, de John Coltrane, de Thelonious Monk, sobre todo, era tan celebrado y tan inentendible.

Las charlas en su casa, en las que César Pagano lo recuerda como un muchachito dócil que no le discutía al padre, y en las que seguía los temas para no irse a dormir, fueron también la huella primigenia de lo que sucedería después.

El 8 de noviembre de 2012, Juancho publicó en el periódico de Medellín Vivir en El Poblado lo que se podría considerar unas memorias: “El año 89 fue uno de los periodos más aterradores para vivir en Colombia, sumergida en una guerra sin tregua que hacía ver el apocalipsis como un juego ingenuo. Sin embargo, al escribir ‘1989 Colombia’ en Google, parece que lo más importante ese año fue el triunfo de Atlético Nacional en Copa Libertadores (recuerdo estar presente en ese partido y ser despertado por el grito de mi madre: ¡¡Ganamos, Higuita, ganamos!!). ‘Oh, oh, oh, mi Nacional, y olé, olé, olé’, nos remite a esa canción que nos describe este primer momento: la salsa. En 1989 se bailaba salsa, se cantaba salsa, se pensaba en salsa. Solos de timbal y bongó se confundían con disparos y explosiones que musicalizaban los meses finales de la década, pero la salsa dura empezó a ser reemplazada rápidamente por una mezcla impensable en ese momento y que ahora es un sonido común y cotidiano: la salsa romántica. ¿Cómo diablos podía encajar una melodía melosa, tierna, y un cantante con voz inocente con los hierros de las campanas, el metal de los trombones y la agresividad del tumbao?, se preguntaban los salseros de ultranza que interrumpían mis horas de sueño en la noches de bohemia de mi casa”. La bohemia. Todos los que iban a la casa de Luis Fernando y Gilma —Pagano, Cotes, Diego Galé— para gozar o hablar como sabios de salsa, recuerdan que el talento del muchachito era evidente.

Galé dice que el talento era tan grande que Luis no se podía dar el lujo de que su hijo se distrajera; Pagano recuerda que el padre supo, educador como era —sus cenizas hoy yacen en un árbol de la Universidad Nacional de Medellín—, presionar en los puntos exactos para que Juanchito no se perdiera.

Vendrían noches enteras pensando en acordes, siendo instruido por el padre en ese melao extraño al que los salseros llaman tumbao. A los doce años Juancho Valencia ya tocaba solos de Thelonious Monk. Mateo Navia, amigo desde el colegio, filósofo, recuerda poco, solo que la música lo arrastraba todo: los juegos, las charlas adolescentes, las mujeres, y que siempre estuvo la disciplina, la obsesión, los tarareos de improvisaciones, por eso se pregunta: “¿Genio? Yo no sé a qué se refieren cuando dicen genio, la genialidad es la palabra para darle explicación a lo que no conocemos”.

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También recuerda que Juancho llegaba al colegio con modas extrañas que otros terminaban imitando, que miraba con atención lo que parecía minúsculo: las hormigas en el patio en el que pasaban el recreo, las abejas de un enjambre, y de ahí sacaba reflexiones para explicar lo cotidiano o, por excesivo que parezca, que trataran de dilucidar cosas un poco más grandes: el universo, por ejemplo. “Diego Galé me dijo que había un talento tan excepcional, que mi papá tenía que darse la pela. El problema era que a mí no me gustaba la música, yo no quería. Mi papá era profesor, 35 años de clases, entonces tenía muy clara la vuelta, el método, la paciencia. Eso se lo agradezco. Hice cosas que no debería haber hecho: yo tenía que ser el pianista de la Spanish Harlem, o el pianista de jazz de la Blue Note, pero no, yo estaba interesado en otras cosas. Yo ya estaba decidido a no volver a tocar piano, cuando vi a [Gonzalo] Rubalcaba y pensé: en el piano se pueden hacer cosas bacanas, sigamos. Luego dije que no iba a estudiar Música, pero vi a Irakere y entendí las posibilidades”, dice Valencia.

A los dieciséis años, cuando terminó el colegio, ya era un pianista destacado, habían pasado varios años desde que llegó a su casa después de ver a Antonio Arnedo en concierto, tomó un papel y escribió una composición que mezclaba el jazz y la música colombiana, otra huella que llevaría a Puerto Candelaria, a su trabajo como productor, y aunque parecía que la semilla había crecido, aún había maleza: Juancho no quería estudiar Música, sino Artes Plásticas en la Universidad Nacional, Clown en Holanda o Cine en Cuba.

“Cuando yo iba a salir del colegio le dije a mi papá que me pidiera el formulario en la Nacional porque yo quería estudiar Artes Plásticas, y él me contestó que ‘ni chimba’. Me dijo: ‘Hagamos un trato, estudie un año Música y, si no le gusta, estudie lo que quiera’; era una trampa, claro, y yo caí y ya no pude soltarme”. hay frases que ayudan a entender. En 2013 Puerto Candelaria estuvo en el Berklee College of Music de Boston explicando qué es el colombianjazz, qué es esa nación absurda comandada por el Sargento Remolacha —Juancho Valencia— donde la música es un chiste, un absurdo, un chucu chucu malhecho, pero no. Allá, Juancho dijo el secreto de todo su trabajo: “Los colombianos tenemos un increíble talento para que todo nos salga mal”.

Fue una época difícil la que empezó en 1998. De medicamentos, de gastritis, de no dormir en casa y de dormir de ocho a diez de la mañana en todas las clases que veía en la Universidad Eafit. Lina María Loaiza, que fue compañera de Juancho, recuerda que iba a estudiar casi en piyama, que a veces era un amasijo por el coctel de medicamentos que llevaba encima.

“Yo era muy desorganizado, dormía de ocho de la noche a una de la mañana. Era muy intenso. Me despertaba a la una a hacer música, estudiando. Entonces me enfermé y los medicamentos me caían muy mal. En la universidad dicen que yo iba en piyama. Entonces dormía en la primera clase fuera lo que fuera, esos eran mis dos puntos de sueño. Se me olvidaba comer. Empecé a ponerme supermal, me enfermé y el médico dijo que tenía que organizarme o si no me iba a morir”, dice Juancho en un restaurante vegetariano en el que el almuerzo, un miércoles de mayo, es sopa de verduras, flautas rellenas con un salteado mixto de orellanas y proteína de soya, y arroz con leche vegano.

Luego de casi morir, como dice, decidió desayunar todos los días con papaya, eliminar la carne, el queso, los lácteos. La entrevista sucede durante el almuerzo porque en los últimos días Juan ha estado muy ocupado —parece que nunca descansará—, estuvo en Cuba, donde la prensa lo llamó la antítesis del jazz, y ha estado, siempre, en el estudio de grabación. Natalia Valencia, música, compositora de una belleza inaudita, expulsada del país por una historia rota de hace muchos años y que dejó tantos muertos, novia de Juancho por esa época, dice que se enamoraron porque tenían todo en común: ella había vivido en Cuba y en Brasil, estaba metiendo la mano en el vacío de la composición, eran músicos precoces. También recuerda que fueron años difíciles, por ella y por él, que veían en Eafit una clase que se llamaba Literatura Sinfónica y en el salón había un sofá en el que Juancho terminaba dormido siempre que apagaban las luces para ver algún documental, “porque él, prácticamente, hizo media carrera dormido. Hace mucho no hablamos, pero sí sé que es un ave nocturna, que trabaja de noche, de madrugada. Sí he notado algo: cada vez tiene unas ojeras más grandes. Pero su mirada tiene una certeza, la certeza de lo que quiere”.

Entre 1998 y 2002 empezó todo. Juancho Valencia abrió el concierto de Rubalcaba en el Festijazz 99; en el año 2000 estuvo en un taller de piano con el español Chano Domínguez y al final, en un espacio para los talleristas, interpretó Amanecer, tema que aparecería en el primer disco de Puerto Candelaria. Domínguez, dice, quedó impresionado por la fusión; antes o después, nadie recuerda cuándo, Juan viajó a Cuba con otros músicos y allá se dieron cuenta de que no sabían nada de Colombia y que siempre habían buscado el virtuosismo de los caribeños, la rapidez, el demonio que hay detrás del tumbao, pero que de Colombia, de la belleza del folclor, de la torpeza de las fusiones —que llevaron a resultados extraños como el chucu chucupaisa de los años ochenta—, sabían poco.

Puerto Candelaria aparecería para pensar eso, para hacer con esa mezcla entre el virtuosismo y la torpeza, música que, además, se burlara, denunciara, relatara un país. Pero toda esa nebulosa tomaría forma, trataría de tomar forma, el tres de julio de 2000, en una celebración del Día del Economista en Eafit, cuando nació oficialmente Puerto Candelaria, aunque faltarían diez años para la famosa entrada del tema Vuelta canela —una voz que va entre un payaso y un locutor de pueblo—: “¿Sabías que existe un absurdo país llamado Colombia? ¿Sabes por lo menos dónde está situado este país? ¿Y has escuchado la explosiva música colombiana? ¿Y sabías que en Colombia existe un lugar sonoro, imaginario y a la vez real? Puerto Candelaria presenta: Vuelta canela”.

En junio de 2001 todo eso —las clases de niño, las ansiedades, el insomnio, el jazz, los bambucos, todo— tomó nombre en Ginebra, Valle del Cauca, en el festival de música andina Mono Núñez. La banda participó en una audición en Medellín, pasó y viajó al festival, donde presentaron una audición privada con el jurado, que no dijo mucho, solo un mutismo extraño, la discusión de ritmos: que si guabina, que si bambuco.

En la presentación, que fue en el coliseo principal del pueblo, todo empezó bien hasta que un hombre que estaba tomando aguardiente —recuerda Lina María Loaiza, que estuvo esa noche— gritó que eso no era música andina, que eso era rock. “Llevábamos dos años tocando y fue el primer festival en el que participamos. Fuimos muy inocentes porque creíamos que era algo más abierto, pero inmediatamente nos bajamos del bus, cuando nos descargaron en el parque de Ginebra, vimos pura bandola y tiple ‘ventiao’; eso fue muy verraco, nosotros con bajo y guitarra eléctrica, con batería”, recuerda Eduardo González.

‘Nuevas músicas colombianas’, eso fue lo que dijeron que había hecho Puerto Candelaria en el Mono Núñez, pero el término se entendería tiempo después. En el festival la banda perdió la inocencia, y Puerto se volvió un experimento musical, Juancho lo define como “un cuestionador de la sociedad, porque nosotros sabíamos que hacíamos cosas muy raras, pero no habíamos entendido lo que eso provocaba”.

Y se conoció el Kolombian Jazz (Merlín Studios Producciones, Guana Records, 2002), la primera producción de jazz acústico de Colombia, una extrañeza en la que se mezclaron guabinas, pasillos y bambucos con jazz, extrañeza que sería solo superada por Llegó la banda (Merlín Studios Producciones, 2006), el álbum más extremo, más indescifrable, objeto de estudio en facultades de música de diferentes universidades; Antonio Arnedo, quien participó en la producción, dijo en un video promocional: “Esto que está haciendo Puerto Candelaria, su segunda producción, la manera como la están realizando, parte en dos la forma de producir esta música. Música muy rica, muy rica en Colombia”. dos años antes había fallecido don Luis Fernando Valencia de cáncer, murió en las manos de Juancho, “y yo no sé por qué no lloró”, se lamenta doña Gilma.

“Yo todo el tiempo siento que mi papá está ahí. Por ejemplo con la salsa, porque él era un salsero enfermo. Cuando estoy pensando en la música, en ese misterio que es el sabor, porque eso es una magia, lo recuerdo. Él era muy reiterativo en que había que buscar lo que tenía sabor, y con el tiempo uno empieza a entender eso. Cuando estoy tocando, o cuando estoy componiendo, él como que me dice: ‘No, ese tumbao no, escuchá el tumbao de Lino Frías en el 78 en el disco nosequé’. Y es una cosa muy impresionante encontrar a Maité —su novia—, y ver que tiene la misma discografía que tenía mi papá, es como si tuviera otra vez ese fantasma”, dice Juancho, quien tuvo épocas metaleras en las que se iba con su viejo a tomar cerveza al parque de El Poblado, el uno defendiendo a Iron Maiden, el otro demostrando el sinsentido del virtuosismo sin sabor.

Pero el concepto —el desparpajo, la burla, hablar de Colombia diciendo, por ejemplo, “controlo solo con plomo / corono solo con polvo / yo, mono loco, / no conozco otro modo”— vendría con Vuelta canela (2010), donde las tensiones armónicas se aflojaron para ratificar eso de que uno de los talentos de los colombianos es que las cosas salgan mal.

La idea se afirmaría con Cumbia rebelde (2011) y se desdibujaría con Amor y deudas, porque “cada vez que hacemos un disco nuevo estamos negándonos al disco anterior”, dice Juancho Valencia.

“Pienso que a Juancho Valencia, el día en que lo bautizaron, quedó predestinado como heredero del patrimonio nacional musical. Él y Puerto Candelaria son la representación más comprometida con el nuevo movimiento musical colombiano”, dice Carlos Vives, quien es para los que hicieron y siguieron con las nuevas músicas colombianas, el verdadero transgresor. Y se dijo mucho hasta el Behind the machine, producción de Juancho Valencia para ChocQuibTown nominada a los premios Grammy Anglo como mejor álbum latino de rock, música alternativa o urbana, uno de los discos más celebrados en Colombia el año pasado, del que se lanzó como primer sencillo Condoto, una canción de nostalgia mayor, una revelación de la riqueza de la música del Pacífico colombiano. Tostao, uno de los líderes de esa agrupación, dice: “Juancho es un productor, para mi forma de ver, que tiene mucho gusto; hay productores que se saben las notas, pero no tienen la sensibilidad. Dicen que Juancho es un Lucho Bermúdez, y yo no demerito lo que hacía Lucho, pero Juancho es un maestro exageradamente grande, él está dando más de lo que este país resiste. Es, como dicen los cubanos, un escapado. Juancho está para que produzca la sinfónica de una ciudad grande, a grandes artistas, él está en un nivel que este país no puede dar, está para hacer discos de 50 mil dólares, por decir algo. Él está para hacer el nuevo disco de Tony Bennett y Lady Gaga”.

La trompetista holandesa Maité Hontelé, artista de Merlín Producción que fue nominada al Grammy Latino por el álbum Déjame así, producido por Juancho, que es también su novio, su marido, con quien comparte vida, dice que, ante todo, Juan la reta.

Era 27 de diciembre de 2009, estaban en la Feria de Cali, y Juancho le propuso a Maité que viajaran desde Medellín hasta Cartagena en bicicleta, que salieran el primero de enero. Él, obsesivo, ya llevaba varios meses montando, yendo a veces hasta municipios cercanos como Rionegro, como El Carmen de Viboral, y otras veces a municipios como Puerto Berrío, en el Magdalena Medio. Maité dijo sí. El 31 de diciembre de 2009 se acostaron a las ocho de la noche y el primero de enero a las cinco de la mañana arrancaron y la primera etapa fue una trepada imposible a Santa Rosa de Osos; en la tercera, que fue llegar hasta Caucasia, estuvieron a punto de devolverse. A los seis días llegaron a Cartagena, se tomaron una Costeñita, se emborracharon. “Nos metimos 750 kilómetros, güevón. Parce, a usted después de 150 kilómetros todo le duele”, dice Juancho, que hace más de un año no practica deporte porque, obsesivo, quiso entrenar en La Guajira para una media maratón y se lesionó una rodilla.

Maité está sentada en la sala de Merlín, sonríe —porque siempre sonríe más allá de los formalismos—, en las paredes hay afiches de presentaciones de Puerto y de ella: Medellín, Bogotá, Brasil, portadas de revistas, festivales de jazz, festivales de música rara, salsa, latin; en una mesa hay una estatuilla de los premios Shock. Hablamos.

—Juancho dice que siempre tiene la música en la cabeza, que el deporte a veces es como un descanso. Dice que se va para la casa en las noches y, a veces, solo escuchar dos notas en un comercial de televisión le produce una cadena interminable de posibilidades y que no puede parar hasta que no resuelva eso en el piano. Dice que es un obsesivo, un workaholic. —Sí, Juancho es un hombre especial —se ríe—. Obsesión me suena un poquito negativo, pero sí creo que Juancho tiene una capacidad de concentración increíble. O sea, si él se mete a componer, está ahí, mejor no preguntarle nada porque está en su cuento. Eso también hace que le salgan cosas muy bonitas, porque él tiene esa capacidad de canalizar toda esa energía, eso es algo muy importante. En esas épocas de componer mucho se le vuelve una obsesión, casi no puede parar, no duerme casi, son fases no tan saludables pero muy productivas, entonces a mí me fascina ver lo que sale de sus manos, pero también me preocupa como novia. Y si no está durmiendo, está comiendo mal, está con migraña, pues se le vuelve también un problema esa obsesión, esa inspiración; entonces es una lucha constante de Juancho para lidiar con esa creatividad, y eso también me sorprende. Yo creo que casi nunca, o nunca lo he visto con el problema del bloqueo creativo que alegan muchos artistas, pues él siempre tiene ideas. Juancho trabaja como desde los 10 años, desde muy joven desarrolló las capacidades de un adulto, de perseverar, la disciplina. Juancho para mí es un genio; yo no soy una genia, soy una trompetista, hago bien mi trabajo, a la gente le gusta mucho.

Después de esa charla con Maité, en Merlín —siempre en Merlín, a todas horas, varios días de la semana—, Juancho dirá que él no sabe qué es la musa, que nunca ha tenido inspiración, que su lucha de todos los días es para encontrar qué decir, cómo decirlo.

*Una versión de este texto se publicó en 2015 en la revista Esquire Colombia.