'Noches mágicas': un retrato entusiasta y fascinante del séptimo arte

Título original: Notti magiche

País: Italia

Año: 2018

Dirección: Paolo Virzì

Guion: Francesco Piccolo, Francesca Archibugi y Paolo Virzì

Actores: Mauro Lamantia, Giovanni Toscano e Irene Vetere

Duración: 125 min

Calificación: 3 estrellas

La figura geométrica central en esta película italiana es el triángulo, aunque no se trata de un triángulo amoroso. Y la sensación predominante es la de una nostalgia por un mundo de cine que hoy ha desaparecido, y que en el año 1990, en el que se ambienta todo, está llegando a su ocaso.

Hay acá una exuberancia de relaciones entretejidas densamente, que, a menudo, parece hecha en código para el mundo reducido y apasionado de los fanáticos del cine, quienes saben de quién se habla cuando se menciona a un Marcello, un Federico o un Michelangelo. Aquellos que, además, partiendo de esos nombres pueden imaginar un mundo estético, una forma de entender la vida, una mirada muy particular gestada en un pasado cada vez más remoto.

Todo comienza en la coincidencia de dos eventos singulares: la derrota por penaltis de Italia frente a Argentina en el Mundial y la caída de un auto al río Tíber con un muerto adentro. En el bolsillo del difunto, la policía encuentra una fotografía de una cena en la que había cuatro personas además de él, y los trae a indagatoria.

Ahí se revela el triángulo central, conformado por Antonino (Mauro Lamantia), Luciano (Giovanni Toscano) y Eugenia (Irene Vetere), tres aspirantes a guionistas que, en un flashback, vemos en una ceremonia de premiación en la que se conocen.

El filme los delinea tan claramente que por momentos parecen esquemas: Antonino es un tipo culto y de provincia, neurótico y de hablar atropellado; Luciano es un tipo relajado y extrovertido, hijo de obreros; y Eugenia es una chica de clase alta, tímida y conflictuada.

Además de su aspiración a guionistas, los tres tienen en común su admiración por el cine, en general, y, en particular, por ese mundo que todavía existe –de Marcellos, Federicos y Michelangelos– y del que aspiran a hacer parte.

Al seguirlos, la película captura la efervescencia y energía de estos jóvenes, sus ilusiones y esperanzas, que recuerdan, para quienes han ido a festivales como el de Cartagena, ese murmullo de actividad medio febril que se siente entre los chicos que se han contagiado con la fiebre del cine.

El contraste está en quienes hacen parte de otra generación y que no disimulan su desazón por estar en un presente que consideran mucho menos rico que ese pasado cinematográficamente memorable del que hicieron parte. “Hacíamos películas cómicas, dramáticas e incluso wésterns, ahora hacemos solo filmes caca”, dice uno de estos veteranos.

La película también ofrece algunos puntos intermedios: directores que han sido censurados, productores que no tienen cómo financiar obras maestras, escritores que sienten la urgencia de retratar el mundo como si miraran a través de una ventana, pero que se ven obligados a trabajar en cosas bastante menos personales.

Pero no es una cinta sobre esa tristeza, sino sobre ese entusiasmo juvenil que, no importa si termina en obras maestras o en ilusiones perdidas, tiene siempre, en ese momento de partida, algo profundamente conmovedor.

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