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Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. | Foto: Getty images

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México: el país que perdió el pulso contra los narcos

En México, la liberación del hijo del narco más poderoso tras una batalla campal en Culiacán puso en evidencia la impotencia del Estado para combatir a los carteles de la droga. ¿Es sostenible una política de no confrontación sin alimentar un monstruo? La sociedad clama que la protejan.

26 de octubre de 2019

Las calles de Culiacán se convirtieron en un campo de batalla cuando el cartel de Sinaloa se enfrentó cuerpo a cuerpo con el Gobierno y lo derrotó. Unos días antes, los sicarios de Jalisco Nueva Generación habian asesinado a 13 policías en Michoacán. Y antes de eso un informe de la agencia de noticias Reuters reveló que la guerra contra el narcotráfico en México ha dejado 250.547 muertos y más de 30.000 desaparecidos. Y así, cada semana de los últimos 13 años, desde que el presidente Felipe Calderón le declaró la guerra a los narcos, dejó sangre e incertidumbre.

Cada vez más los mexicanos se refieren a su país como un Estado fallido. Pero hace tiempo no encendían tanto las alarmas como con la situación que se presentó en Culiacán. Los narcos ganaron el pulso con el Gobierno en la fallida operación en la que las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional capturaron al hijo del Chapo, Ovidio ‘el Ratón’ Guzmán, y, en un hecho sin precedentes en el país, lo liberaron a las pocas horas, al verse superados en número y en poder por los sicarios de Sinaloa.

Los criminales desplegaron más de 50 camionetas blindadas, cerca de 800 narcosicarios y cinco tipos de armas de altísima tecnología –como la Barrett M82, capaz de derribar aviones–. Además una organización militar que cooptó a la policía local y a la Marina, que no salieron a defender a los miembros de la Guardia Nacional, a pesar de estar a pocos kilómetros. Y una estrategia terrorista, como tomar rehenes, incendiar carros y edificios, entre otros. Con ello demostraron dos cosas. La primera, que el cartel de Sinaloa o del Pacífico, como le dicen otros, no está debilitado. Y, la segunda, que la operación contra Ovidio Guzmán demostró las fallas estructurales del Estado.

Muchos creían que con la tercera captura del Chapo Guzmán y su extradición a Estados Unidos, el cartel de Sinaloa se fracturaría, hasta quedar reducido a pequeños grupos de narcos. Todo lo contrario. Así lo confirmó a SEMANA el periodista Óscar Balderas, especialista en crimen organizado, seguridad pública y prisiones. “En México, desmantelar una red de narcotráfico es muy complicado, porque tienen techos fuertes (funcionarios corruptos, ya sea por el dinero o porque están amenazados) y pisos duros (una base social de clientes leales que los protegen a cambio de intereses individuales). Teniendo esas dos cosas –apoyo institucional y apoyo de la población– es casi imposible erradicarlos”, insistió.

Para Balderas, el cartel de Sinaloa sigue creciendo, pese al arresto y encarcelamiento de Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán, porque no es una estructura que depende de un solo hombre. “Es más parecida a una empresa transnacional que puede operar incluso sin un CEO, porque es una máquina bien aceitada. Su presencia global, sus millonarias ganancias y sus acuerdos con autoridades le permiten no solo sobrevivir a la caída de su fundador, sino operar incluso entre disputas internas”.

Por muchos meses los capos han estado peleándose las rutas del narcotráfico que llegan a Estados Unidos y a Europa, pero eso no ha impedido que el negocio sea más próspero cada vez. Surgen nuevos líderes que logran cohesionar el cartel para hacer otras alianzas, y que diseñan estrategias que les permiten sobrevivir, a muchos de ellos, en total impunidad.

Ese es el caso de Ismael ‘el Mayo’ Zambada, un audaz y discreto narcotraficante que para muchos es el poder a la sombra de Sinaloa. Según la DEA, el Mayo ayudó a escapar al Chapo en las primeras dos ocasiones y ordenó a sus sicarios que rescataran a Ovidio Guzmán hace dos semanas, todo eso para hacer parecer que sigue siendo fiel al fundador y ganar adeptos entre la población, los funcionarios y los demás capos.

A pesar de que las agencias de inteligencia tienen razones para iniciar un operativo en su contra, nadie ha ido tras él de forma organizada. Algunos analistas creen que eso tiene que ver con que el Mayo se metió al negocio de la ganadería extensiva y el gas, para ensuciar a empresarios, políticos y finqueros que saben que con su extradición rodarían cabezas. Muchos se han beneficiado del dinero del narcotráfico y no quieren correr el riesgo de que los narcos empiecen a testificar en su contra.

Y aquí entra el segundo punto. Esteban Illades, autor del libro La noche más triste: la desaparición de los 43 estudiantes en Ayotzinapa, le comentó a SEMANA que “México perdió la batalla contra el crimen organizado hace mucho tiempo. Pues tiene la maldición de ser vecino de Estados Unidos: el mayor consumidor de drogas del mundo y el mayor productor de armas. Y contra eso no podremos hacer nada.

México seguirá siendo la puerta de entrada a ese gran mercado”. Y es que hay que recordar que muchas de las armas que utilizaron los sicarios en Culiacán provienen de su vecino del norte y que, según fuertes investigaciones, algunos miembros de organizaciones gubernamentales de Estados Unidos son cómplices también del negocio de la droga. “Aquí nadie está libre de culpas”.

Por eso, el filólogo Noam Chomsky volvió a insistir esta semana en que la única manera de acabar ese círculo de violencia pasa por despenalizar las drogas. A él se adhieren la mayoría de internacionalistas. Pero eso tendría que ser una política global, lejos todavía de ser aprobada por los sectores más conservadores.

De ahí que Andrés Manuel López Obrador (Amlo) prometió, antes de ganar la presidencia, darle un viraje a la guerra contra el narcotráfico y probar otras estrategias para pacificar el país: evitar los ataques frontales, utilizar la inteligencia e ir tras los capos grandes, fueron unas de esas. Todo eso, como una forma de desmarcarse de sus dos predecesores que con políticas de mano dura derramaron la sangre de civiles que quedaron en medio del fuego cruzado, sin tampoco acabar con los carteles. Y, a su vez, como una manera de poner a prueba su propuesta de “abrazos, no balazos”, una crítica frontal al convenio entre Felipe Calderón y George W. Bush, la “Iniciativa Mérida”, que destinó más de 600 millones de dólares en la militarización del país, y que Enrique Peña Nieto continuó.

Culiacán quedó destruida. A los sicarios no les bastó con las amenazas, sino que destruyeron edificios, quemaron carros, mataron a 14 personas e hirieron a muchas más. Como si fuera poco, explotaron la pared de la cárcel Aguaruto. 49 peligrosos presos se fugaron. Después, salió la gente a protestar.

Todavía es pronto para juzgar a Amlo, pero el operativo en Culiacán sentó un mal precedente. Las declaraciones contradictorias, la presunta insubordinación de algunos militares, la notable alianza entre funcionarios y sicarios, la desorganización y la falta de inteligencia para saber el poder real de los carteles demostraron que su Gobierno no ha podido limpiar todavía al Estado de su alianza histórica con el narcotráfico.

Poco después del ataque. centenares de ciudadanos de Culiacán salieron a las calles a protestar por la ineficacia de un Gobierno que, para muchos, se rindió ante el crimen organizado. Piden que el Gobierno asuma de verdad la obligación de proteger a la sociedad, acorralada por el poder de las mafias. Porque carecer de Estado también provoca la protesta social.