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Literatura a la vuelta de la esquina

La literatura colombiana vive en los autores publicados por las editoriales reconocidas, pero también en un fanzine autogestionado en una institución educativa en el norte de La Guajira.

Eduardo Otálora Marulanda*
18 de julio de 2020

Soy escritor, de esos a los que les gusta contar historias, por eso contaré una, la de cómo descubrí la literatura colombiana.

Capítulo uno

Recuerdo que cuando todavía no sabía leer, un tío estaba trasteándose y tenía que deshacerse de un montón de libros que habían sido de sus hijos. Como yo era el primo menor, desde siempre había sido el heredero natural de las cosas que mis primos dejaban de usar: sudaderas, fichas de lego, carritos, zapatos y, en esa oportunidad, libros. Mi tío aprovechó un viaje que hicimos a Cali y llegó a la casa de mi abuela, donde nos estábamos quedando mi papá, mi mamá y yo, con una caja llena de libros. La caja me pareció enorme, quizás porque yo solo tenía 5 años.

Mientras mi tío se sentó en la sala a conversar, yo me hice al lado de la caja y la abrí entusiasmado, pensando que había traído alguno de esos robots que compraban en Estados Unidos o el videojuego que jugué alguna vez en la casa de ellos y que tenía una nave que le disparaba a marcianos cuadriculados. Nada de eso, adentro había una colección de clásicos de la literatura en versiones para niños. Cada libro estaba empastado en tela y tenía en las portadas y los lomos letras impresas en dorado que les daban un aire mágico a esos libros. Algunos tenían en las esquinas telas de araña, a otros los gorgojos les habían caído en gracia y entonces entre las páginas se veían túneles que iban de un capítulo a otro. Todos olían a polvo y entonces empecé a estornudar. Dejé los libros y me fui a hacer otra cosa; olvidé la caja y los libros que estaban adentro. 

Esos libros volvieron a aparecer unos meses después en mi casa, un día que mi mamá organizó mi cuarto. Los puso en la parte baja de una repisa de mimbre, donde estaban las cosas que más me importaban: mis juguetes favoritos y mi colección de muñecos de peluche. Antes les quitó el polvo y las telarañas, entonces ya no me hicieron estornudar.

Desde ese día, todas las tardes mi mamá sacaba uno de esos libros y se sentaba a mi lado a leerlo mientras yo hacía las tareas. Cuando terminaba, ella me sentaba a su lado y me leía algunas páginas. En esas lecturas me enteré de que existían don Quijote, Peter Pan y el capitán Nemo. Seguramente me leyó muchos otros libros, pero me acuerdo de esos porque, unos años después, cuando aprendí a leer, fueron los que me senté a leer solo. Y me fascinaron. Y los leí más de una vez. 

Hasta ese momento, para mí la literatura era una cosa que había hecho gente que ya estaba muerta y que vivió en otros países. Ni remotamente se me pasaba por la cabeza que en Colombia hubiera de eso.

Capítulo dos 

Una vez en el colegio, en primaria, la profesora Mónica nos dijo que íbamos a leer un libro que se llama La expedición botánica contada a los niños, de la escritora colombiana Elisa Mújica. Para mí esa noticia fue impactante porque esa señora vivía en el mismo edificio que mi abuelo, en el mismo piso. Me la había cruzado un par de veces en el ascensor y muchas en el pasillo. Era bajita, canosa y muy seria. Sin embargo, siempre saludaba con amabilidad y, a veces, hasta se quedaba conversando con mi abuelo o con mi mamá. En ese momento, cuando la profesora Mónica dijo el nombre de doña Elisa, me di cuenta de que, sin saberlo, había conocido a la primera persona que se dedicaba a la literatura. 

La escritora Elisa Mújica escribió esta, una de las  mejores obras de literatura infantil.

Leí el libro sobre la expedición botánica y no me gustó. Es más, solo recuerdo de él que tenía la carátula verde con una ilustración en la que se veía a José Celestino Mutis en su estudio. Pero ese libro abrió la puerta a un universo del que todavía no he dejado de sorprenderme: en Colombia hay autores.

Picado por esa presencia de Elisa Mújica, en las vacaciones de final de año le dije a mi mamá que quería leer algo y que me gustaría que fuera de un colombiano. Sonrió, fue a su biblioteca y sacó dos libros. Uno era delgadito, con una portada amarilla y un dibujo burdo de un hombre malencarado sosteniendo un cuchillo enorme en una mano y una cadena en la otra. Era El atravesado, de Andrés Caicedo. El otro libro era un poco más gordo, de portadas forradas en algo que parecía cuero y con letras elegantes doradas. Era El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Por supuesto, la portada con el malencarado me llamó más la atención, y fue el que leí. Me explotó en la cabeza. 

El atravesado (1975), primer libro de Andrés Caicedo. Su madre financió la edición.

Es un cuento largo que Andrés Caicedo publicó, en esa edición, bajo el sello Pirata de Calidad. En la última página dice lo siguiente: “La edición de este libro fue posible gracias a la iniciativa de Nellie Estela de Caicedo, en el aniversario n.º 24 del nacimiento de su hijo”. Sí, fue un regalo de cumpleaños para Caicedo y una aventura maravillosa para mí. Apenas lo terminé volví a empezarlo y lo mismo hice no sé cuántas veces. Me enloquecía que esa historia ocurriera en lugares que yo conocía y con un acento que me resultaba cercano. Mi familia materna era de Cali y allá pasaba todas las vacaciones. Entonces el voseo en la forma de escribir de Caicedo, las caminatas por La Sexta, las salas de cine y el clima me eran conocidos. Quizás por eso me metía en las páginas y las sentía mías y no quería salirme y hasta empecé a hablar en caleño.

En ese momento descubrí que no solo había autores colombianos, sino que sus historias también podían ser mías. 

Capítulo tres

Cuando entré a bachillerato ya era un niño lector; aunque no leía muchos libros, porque lo que hacía era repetirme los que me gustaban. El coronel no tiene quien le escriba lo leí cuando quise darle una pausa a El atravesado. Si la cabeza me había explotado antes, con García Márquez me enloquecí. Repetía cada uno de los párrafos como queriendo exprimirles hasta la última gota de literatura. Al final, terminé por aprenderme algunos y entonces los leía en mi mente cuando estaba en el bus o aburrido en una clase o leyendo otra cosa que no me gustaba. Fue como si García Márquez se me metiera en el ADN. 

El coronel no tiene quien le escriba (1961) se ha convertido en la novela corta más importante del repertorio de Gabriel García Márquez.

Ese mismo año tuve por primera vez una clase que se llamaba Literatura, y la profesora María Teresa nos dijo que íbamos a leer autores colombianos. Yo me sentí “el elegido”, porque ya había leído dos. Ay… la soberbia de los lectores. Todavía de vez en cuando la padezco, aunque todos los días intento curarme de ella con unas buenas inyecciones de humildad, de la receta que dice: “Ni has leído suficiente ni has leído tan bien”.

Lo cierto es que en ese momento creí que era un privilegiado, pero también afortunado porque imaginé que iba a descubrir más obras como las dos que amaba. Y no fue así. Leímos otros libros que no recuerdo, que leí arrastrando los ojos por los renglones. Hasta que se me atravesó La rebelión de las ratas, de Fernando Soto Aparicio. De nuevo exploté. No sé si por los personajes, el universo narrativo, la denuncia social o la trama. En ese momento no tenía esas categorías de interpretación, de las que ahora no puedo desprenderme luego de años de oficio como escritor. Lo que recuerdo es que lloré, y mucho, que ese libro me hizo sentir. 

La rebelión de las ratas (1962), de Fernando Soto Aparicio, denuncia la situación que atravesaban los mineros en Boyacá.

Capítulo Cuatro

Ahora soy escritor, vivo rodeado de libros y autores, dicto clases sobre escribir, leo manuscritos para concursos y hablo en radio sobre literatura. Con esa información, alguien podría decir que conozco el panorama literario colombiano. Se equivocaría. Es más, creo que nadie lo puede conocer, porque es inabarcable. La literatura colombiana vive, tanto en los autores publicados por las editoriales más reconocidas como en un fanzine autogestionado en una institución educativa en el norte de La Guajira. La literatura nos desborda. Y tampoco creo que debamos abarcarla. ¿Para qué? ¿Para, una vez más, presumir?

Lo que sí creo es que me seguiré dando la oportunidad que me dieron mi tío, mi mamá y mis profesoras: leer para descubrir que la literatura puede estar a la vuelta de la esquina, quizás en el mismo piso del edificio. 

*Escritory filósofo