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Exclusivo | La estremecedora verdad del Ejército sobre la sangrienta guerra con las FARC
SEMANA revela el estremecedor informe de 9.713 folios que le acaban de entregar los militares a la JEP con su visión sobre la guerra. Durante seis años reconstruyeron décadas de horror.
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La primera víctima en toda guerra es la verdad, y en el caso de Colombia eso no ha sido la excepción. Hay quienes están interesados en reescribir la historia y tergiversarla para las generaciones futuras. Cuando el país se encuentra a la expectativa por el informe que entregará la Comisión de la Verdad sobre los horrores del conflicto armado que sufrió el país durante décadas, el Ejército le entregó el pasado 28 de octubre un estremecedor informe, titulado ‘Catarsis’, a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) con su verdad. Allí la dejaron plasmada de manera detallada en 9.713 folios, conocidos en exclusiva por SEMANA.
En este complejo rompecabezas, esta pieza resulta imprescindible para entender realmente qué fue lo que pasó. Y más cuando se está hablando de un Ejército que sufrió en carne propia los estragos de la violencia: según las cifras, con corte a 2016, 18.841 militares fueron asesinados; otros 5.707, desaparecidos; y 316 estuvieron secuestrados.
En total, el informe pone de presente un hecho desconocido: en el caso del Ejército, hay 269.573 víctimas. Paradójicamente, la mayoría sin ser reconocida aún. La JEP, hasta ahora, solo ha acreditado a 320.Este Ejército con 202 años de historia, fundado el mismo día de la victoria de la batalla de Boyacá, ha sobrevivido a los buenos y a los malos gobiernos, a las crisis económicas, al narcotráfico y los capos de la droga, las guerrillas, los paramilitares, el terrorismo, las amenazas externas, los procesos de paz (incluidos los fallidos), y los excesos y escándalos de algunos de sus integrantes.
El Ejército es consciente de que libra otra batalla, y no solo contra las disidencias de las FARC, el ELN, las bandas criminales y el narcotráfico, sino por la verdad y la justicia. Ahora sabe que esa será la lucha más difícil en un ambiente hostil, de polarización y politización, y cuando miles de víctimas de un lado y otro exigen ser reparadas. El acuerdo de La Habana, suscrito hace cinco años con las FARC, no ha permitido pasar la página y, por el contrario, sacó a flote una disputa por la narrativa del largo conflicto armado colombiano, en el que algunos pretenden posicionar al Ejército como un villano.
“La verdad suele considerarse un campo de lucha, donde diversas verdades buscan imponerse como absolutas y/o legítimas. La memoria histórica, los derechos humanos o los discursos sobre ecología, victimización, medioambiente, desplazamiento humano, poblaciones en estados vulnerables y demás son utilizados como herramientas de lucha hacia determinados fines políticos”, dice la institución en uno de los 54 libros enviados a la JEP.
La verdad del Ejército fue reconstruida durante los últimos seis años, luego de la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. El informe, en el que también participó la Fundación Colombia Herida, se escribió a partir de entrevistas, órdenes de operaciones, oficios de comandantes, fotografías, informes de inteligencia y contrainteligencia, resultados operacionales, entre otros documentos. Universidades como la Javeriana, el Rosario, Cauca y Antioquia contribuyeron a la elaboración de los documentos.
En su verdad, por ejemplo, el Ejército expone cuáles fueron los motivos de fondo, según la institución, para que en Colombia surgieran las guerrillas y las autodefensas. “El gran problema con el surgimiento de los grupos guerrilleros y de autodefensas, como se planteó en el contexto, se da como consecuencia de la ausencia del Estado, es decir, la ausencia de un sistema de justicia efectivo, de vías de comunicación, de un sistema de educación, comercio, oportunidad y en efecto de una seguridad en forma de la presencia de las Fuerzas Militares. Aquí es donde surge un fenómeno denominado espacio vacío”, señala el Ejército a la JEP, en medio de citas de autores académicos que refuerzan sus tesis.
La institución reconoce que hubo “una incapacidad del Estado en la garantía del monopolio de la fuerza, una debilidad del Estado en el control de sus fronteras y una inhabilidad para negar la intervención e influencia de otros Estados en algunos territorios bajo su soberanía”. El Ejército dice que la presencia de las Fuerzas Militares no soluciona el dilema de la ausencia estatal. “El surgimiento de las autodefensas se da por la incapacidad del Estado de atender las necesidades propias de la seguridad del territorio, además del inadecuado manejo de la distribución de la tierra y el poco control del monopolio de las armas y el poder armado”, asegura.
Concluye que en algunas regiones, entre ellas Meta, Guaviare y Vaupés, la ciudadanía consideró a las autodefensas como una medicina para las atrocidades de las extintas FARC. “Sin medir el alcance de sus decisiones, permitieron que las AUC se convirtieran en una medicina que nunca sanó, sino que, por el contrario, trajo mucha más desgracia y desorden a lo largo y ancho del territorio”, señala.
En el duro informe enviado a la JEP, los militares cuestionan un doble rasero frente a las víctimas, y un intento de desconocer que miles de uniformados sufrieron los embates de la violencia. “En Colombia existe la reclamación de la reparación integral del miembro de la fuerza pública víctima del conflicto por vía de la jurisdicción contenciosa administrativa, ya que en el régimen especial para las Fuerzas Militares y la Policía Nacional no está contemplada y la ley de víctimas prevista para este caso excepcional no realizó esa reglamentación, por el contrario discriminó y exceptuó a esta minoría de la compensación económica”, manifiesta la institución.
Sobre los falsos positivos, el Ejército fija su posición frente a la JEP. Por un lado, se mantiene en que no fue la política de la institución y, por otro lado, presenta casos de militares que, según dicen, están detenidos por estos hechos y son inocentes. “No se desvirtúa que algunos miembros de la institución participaron en la comisión de delitos atroces a los derechos humanos. Por esto cero tolerancia. No fue una política de Fuerza”, asegura el Ejército. Pero, al mismo tiempo, citando a Jane Addams, Premio Nobel de la Paz en 1931, sostiene: “La verdadera paz no es simplemente ausencia de guerra, es la presencia de la justicia”.
De esa forma, se refieren a los militares que consideran inocentes en medio de las investigaciones por los falsos positivos. Actualmente, se investigan 6.402 casos de civiles asesinados entre 2002 y 2008, al parecer, a cambio de prebendas y días de descanso. Un nutrido grupo de militares se ha acogido a la JEP, entre ellos varios generales en retiro. Otros exmilitares recuperaron su libertad al acogerse a los beneficios de la JEP, aún después de haber sido condenados por la justicia ordinaria por este delito. El Ejército entregó ocho libros en los que presenta la doctrina que se enseña en sus escuelas militares como una prueba de que insisten desde siempre en el respeto por los derechos humanos. Incluso en el informe llamado ‘Una batalla en silencio’ dedican más tiempo a explicar por qué algunos de los militares detenidos por falsos positivos están respondiendo injustamente a dichas acusaciones.
La tragedia de los niños
Uno de los temas más sensibles que el Ejército pone a consideración de la JEP es el reclutamiento de menores por parte de las FARC, pues señala que el país no conoce las reales dimensiones del fenómeno y la presencia de niños en las filas guerrilleras. Mientras tanto, la institución se mantiene en su concepto sobre la capacidad letal de un niño entrenado para la guerra. De hecho, el Ejército publica informes de inteligencia sobre lo que pensaban las FARC del reclutamiento: “Los jóvenes de 10 años en adelante juegan una labor en tareas propias de su edad. Un muchacho educado en las luchas armadas revolucionarias es casi, seguramente, un buen guerrillero”.
De acuerdo con el documento, los menores en poder de las FARC hacían inteligencia, vigilaban secuestrados, instalaban minas, hacían avanzadas para cometer emboscadas y estaban armados con fusiles AK-47, Galil, M-16, R15, subametralladoras Uzi, Ingram y Magnum. La mayoría del reclutamiento ocurrió en el Meta, concretamente en los municipios de Uribe, Mesetas, Mapiripán, Puerto Concordia, Puerto Rico, Lejanías y Vista Hermosa. Para las FARC, los niños eran considerados como “abejitas”, porque eran capaces de picar antes de que su enemigo se diera cuenta de que estaban siendo atacados.
Un capítulo del informe está dedicado a la Operación Berlín, en la que por lo menos 20 menores murieron, y revela detalles de 90 niños reclutados por las FARC. Por ejemplo, se habla del caso de Héctor Julio Mahecha, vinculado a la fuerza en 1998 a sus 10 años, un menor huérfano de madre. El pico del reclutamiento se dio en 1999. Según el Ejército, la mayoría trató de escaparse cuando se daba cuenta de que la guerrilla había asesinado a alguno de sus familiares o cuando sufría maltratos o al ver que varias niñas se suicidaron al quedar embarazadas.
Otra cara terrible de la tragedia de los niños la personifica el Ejército con la historia de Inwing Orlando Ropero, de 10 años, oriundo de Norte de Santander, quien vivía en Fortul, Arauca, en 2003. Las FARC lo usaron de forma miserable para atentar contra un grupo de militares. Al niño lo contactaron en la calle, el 17 de abril, el Jueves Santo de ese año, para que prestara un servicio de mensajería y le encargaron trasladar una bicicleta. A cambio le dieron 1.000 pesos. El niño, feliz, cumplió con la misión. Cuando llegó a su destino, solo se escuchó una detonación en el pueblo. La bicicleta estaba cargada con explosivos. Frente a la guarnición militar la hicieron detonar sin que les importara la vida del menor. Esta historia la cuenta el Ejército bajo el nombre de ‘La maldición de Caín’. La institución muestra su indignación porque la familia de Inwing Orlando jamás ha sido reconocida como víctima y mucho menos reparada 18 años después.
El Ejército le reclama y a la vez le pide a la JEP que abra otros macrocasos por el uso de armas no convencionales (campos minados, cilindros bomba, entre otros) por parte de las FARC; por el daño ambiental, homicidios colectivos en estado de indefensión (tomas guerrilleras), homicidios en estado de indefensión (plan pistola o pescas milagrosas) y violencia sexual. En el caso de las armas no convencionales, la institución cuenta que una de cada cinco personas que activa una mina hechiza muere. Todas son fabricadas de una manera diferente, y en muchos casos la onda explosiva por sí sola no genera todo el daño. Los ingredientes como cianuro o materia fecal hacen que la herida se infecte tan rápido que requiera múltiples amputaciones; por eso quienes sobreviven tienen pérdidas irreversibles.
Relatos de horror
Juan José Florián, uno de los militares que desde niño soñó con formar parte del Ejército, es una de las víctimas cuya historia recoge el informe en manos de la JEP. El relato es desgarrador. “12 de junio de 2011. Estaba de permiso en casa con mi hermano, viendo un partido de fútbol; ese día nadie iba a cocinar, mejor íbamos por unas hamburguesas, pero antes de ir por ellas vi un paquete sospechoso afuera de la casa, en un abrir y cerrar de ojos, la vida me cambió; el cielo se puso tan triste como yo, los gritos, el dolor, la rabia, la impotencia, hasta pedí que me mataran, que así no era justo (…) estaba sin mis brazos, sin una pierna, medio jodido de un ojo y de un oído… ¿Qué vida era esa?”, describe con angustia.
La historia del teniente Camilo Andrés Castellanos Sánchez no es menos dolorosa. Su tragedia ocurrió el 27 de febrero de 2012, entre Florida, Valle, y Miranda, Cauca. “Sentí un golpe durísimo en el pecho, no sabía qué estaba pasando, sentí que algo me golpeó y me levantó, pero quedé en la misma posición, sentía el zumbido en los oídos, me quedé sin aire, me miré el pecho, pero no vi nada raro, me volteé, estaba aturdido, sentía el olor a pólvora; cuando intenté levantarme después de unos segundos, traté de colocarme de pie y no fui capaz, en ese momento miré hacia mis piernas y la pierna izquierda ya no estaba, estaba desprendida; solo había hasta cierta parte del muslo y sobresalía el hueso, se había desprendido completamente un poco más arriba de la rodilla. La otra pierna estaba toda ensangrentada, el pantalón estaba roto, sentía la pierna toda caliente, la intenté mover y me dolía mucho, ahí entendí que habíamos caído en un campo minado; recosté la cabeza mirando hacia el cielo y en los árboles vi mi pierna colgando de una rama”.
Lo mismo le pasó a otro militar víctima de una mina mientras esperaba el nacimiento de su primera hija. “Me sentía como lleno el estómago. Me estaba asfixiando. Al quitarme el chaleco y la camisa, me salió un chorro de sangre combinado con la comida que había desayunado. Sentí la muerte. Pensaba en mi hija, le faltaban 40 días para nacer”. Así narra el soldado Freddy Valderrama el momento en el que le rogaba a Dios que le dejara ver el nacimiento de su pequeña. Era 2003 y estaba tras una cerca, por la que voló al activarse un campo minado por las FARC, en La María Piendamó, Cauca.
Colombia llegó a ser el segundo país del mundo con más minas antipersonales sembradas después de Afganistán. Esta es una de las prácticas más atroces y reprochables que viola el derecho internacional humanitario y que ha dejado más de 12.000 víctimas, de las cuales aproximadamente 7.829 son militares. Lo incomprensible es que solo 2.195 aparecen reconocidas en el Registro Único de Víctimas, con corte a 2016. En el informe, se habla de que más del 71,9 % de los militares afectados con artefactos explosivos improvisados aún no pueden acceder a un sistema de reparación integral.
De acuerdo con el documento del Ejército, el temor por las minas desencadenó 500.000 desplazamientos forzados solo en 1998. Sin embargo, el año en el que más víctimas por minas antipersonales hubo fue en 2006 cuando se registraron 1.228, la mayor cifra de la historia colombiana en un año.
El dolor de las familias de los militares también está consignado. Se recuerda el caso de Corina Orozco de la Hoz. Arrodillada frente al televisor permaneció por minutos, el 27 de diciembre de 2005. Era el fin de año más amargo de su vida. En las noticias informaban que aproximadamente 300 hombres del bloque Oriental de las FARC habían asesinado a 28 militares en un ataque contra el Ejército en Vista Hermosa, Meta.
En ese punto estaba su hijo, el soldado Manuel Salvador Ortiz, defendiendo a los pobladores. “Le decía al Señor que me guardara a mi hijo”, relata Corina, 16 años después, con el mismo temblor en sus manos. La angustia que describe solo la entiende una madre. Mientras en los medios de comunicación pasaban imágenes del cruento ataque, la lista de víctimas mortales cada vez se hacía más larga. Al escuchar el nombre de su hijo, Corina se desplomó.
Las ondas explosivas no solo desintegran cuerpos, sino almas. Psicólogos con reconocimiento mundial citados dentro de los detallados documentos, conocidos por SEMANA, hablan del daño que les causa a las familias enfrentarse a la muerte temprana de sus seres queridos. “Mi hijo quedó completamente destrozado”, dice Marlene Insignares, madre del soldado profesional Jorge Yepes, quien en 2003 fue asesinado por un artefacto explosivo improvisado. De su cuerpo solo se pudieron recuperar pequeños trozos de hueso y piel.“
Lo identifican porque queda un pedazo de tela del uniforme con el nombre: Yepes (…) Hubiera querido verle por última vez su carita, así fuera en un cajón”, dice la mujer, en medio del capítulo que el Ejército llamó ‘Heroínas silenciosas’.
Yepes es uno de los 18.841 miembros del Ejército asesinados antes del primero de diciembre de 2016 en esta sangrienta guerra. Su rango, el de soldado, es el que más bajas ha tenido dentro de las filas (95,4 %). Los restantes son suboficiales (2,5 %), alumnos (1,23 %) y oficiales (0,32 %).
El Ejército le pide a la JEP en su informe mirar el conflicto de manera global y no regional; sostiene que las consecuencias se vivieron en los 32 departamentos sin excepción. Sin embargo, la institución se detiene en un hecho que demuestra el poder que llegaron a ostentar los grupos armados ilegales, a tal punto que las FARC, el ELN, el M-19, entre otros, planearon en su momento la toma de Bogotá. Por ejemplo, presentan apartes de la octava conferencia de las FARC, realizada en 1993, en Uribe, Meta, donde sus comandantes idearon un plan para la toma del poder político y económico del país. Parte del objetivo era cercar a Bogotá con guerrilleros, infiltrar milicias en las universidades públicas “para el adoctrinamiento ideológico en contra de la democracia y la institucionalidad”. Analizan en los documentos que al mostrarle al pueblo las necesidades y las diferencias económicas y sociales ganarían adeptos.
Pero más allá de eso, la misión principal radicaba en generar terror en la población mientras recaudaban dinero. Para ello fue necesario desplazar a la comunidad de sus tierras, secuestrar políticos, empresarios y extranjeros; asesinar a miembros de la fuerza pública, tomarse pueblos y hacer pescas milagrosas. Esa no era solamente una orden para Cundinamarca, dicho patrón de violencia se repitió en Colombia.
Desde 1965 hasta 2013 se registraron 1.755 tomas guerrilleras que conllevaron otros delitos: secuestro, torturas, desapariciones forzadas, homicidios; entre ellos se destacan los cometidos en estado de indefensión, como plan pistola y tiros de gracia. Sin embargo, este tipo de homicidios tampoco cuenta con un macrocaso en la JEP.
Y es que las víctimas que dejó la guerra en las Fuerzas Armadas, por pertenecer los militares a un régimen especial, no reciben el mismo trato que tendría una víctima del común. “Como si el uniforme les quitara su condición de ser humano”, es una de las frases que más se repite en los diferentes apartes del informe.
Para entender su postura, explican que, si un colombiano muere en medio de un ataque guerrillero mientras realiza su trabajo, su familia recibe una pensión de la ARL y una indemnización de la Unidad para las Víctimas, además de la atención integral que brinda el Estado en búsqueda de la justicia, verdad, reparación y no repetición. No obstante, cuando el militar muere, la familia solo recibe la atención que el Ejército como institución puede ofrecer. “Él sabía los riesgos que corría al elegir la carrera de las armas”, es la respuesta más común que le entregan al querer registrarse como víctima.
Muchos de los testimonios de los militares, consignados en el informe, dejan claro que se sienten víctimas de segunda categoría. Más que máquinas de guerra son seres susceptibles a daños irreparables. “Aún no me siento en capacidad de perdonar. Algún día lo voy a hacer, pero cuando uno recuerda a mis compañeros muertos, a la niña de 14 años abusada que un día rescaté… es difícil, pero no imposible”, dice el soldado Darío Alfaro, sobreviviente de la toma de Gutiérrez, Cundinamarca.
En los relatos entregados a la JEP se resalta que las pasiones que despierta la institución no pueden menospreciar el esfuerzo que miles de uniformados hicieron para brindarles seguridad a los colombianos. En los informes recuerdan que recuperaron territorios de los cuales los grupos criminales se sentían dueños.
Como sucedió en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde un día llegaban las FARC y al otro día las autodefensas. Pedían comida, hijos para la guerra, y, si alguno se negaba, lo mataban por ser supuestamente colaborador del otro bando. Así lo narró José Manuel Navarro, un lugareño que celebró la llegada de las tropas militares con el programa Magdalena Vuelve al Campo. Entre 1998 y 2004 se produjo el pico más alto de la violencia en Colombia, según el informe del Ejército.
Si bien mencionan lo ocurrido en el Gobierno de Andrés Pastrana y el despeje de 42.000 kilómetros cuadrados para las negociaciones del Caguán en zonas dominadas por las FARC, se detienen en un episodio del Gobierno de Ernesto Samper, quien también, según los documentos, contempló la desmilitarización de La Uribe, Meta. Sin embargo, el entonces comandante del Ejército, el general Hárold Bedoya, se opuso y envió una misiva al entonces presidente, advirtiéndole sobre las graves consecuencias que podrían venir. Incluso le solicitaba la orden por escrito, en caso de que se diera dicho despeje, para blindarse él y la institución, y salvar su responsabilidad.
En el informe se hace un recuento de cómo le fue al Ejército durante varios gobiernos, como el del general Rojas Pinilla y la Junta Militar, y los de Alberto Lleras Camargo, Guillermo León Valencia, Carlos Lleras Restrepo, César Gaviria, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos.
Aunque este informe acaba de ser presentado a la JEP, su fecha de corte fue el año 2016, cuando se firmaron los acuerdos entre el Gobierno Santos y las FARC. En estos cinco años siguientes la guerra no ha parado. La paz ha sido esquiva. Decenas de militares siguen muriendo. Otros han caído en minas, y los secuestros continúan. En cambio, los escándalos de corrupción han golpeado a la institución. Pese a ello, todas las encuestas demuestran que sigue siendo una de las instituciones más queridas por los colombianos.
Esta es la verdad del Ejército sobre la guerra. En medio de los aciertos y desaciertos en décadas, la sangre derramada de los militares es imposible de ocultar. Miles de ellos son víctimas y tienen los mismos derechos que todos los que resultaron afectados en el conflicto. Invisibilizarlos, volverlos villanos, reescribir la historia y graduarlos como los únicos culpables solo llevará a una verdad manipulada que en nada contribuirá a la reconciliación. La mayor parte de los militares han sido héroes y se han sacrificado por los ciudadanos. Como institución, pase lo que pase, seguirá existiendo para proteger al país de tantas amenazas que lo acechan. Sus mujeres y hombres merecen gratitud. Que los responsables de delitos paguen por lo cometido. Pero ¿qué sería de Colombia sin su Ejército? “El día en que olviden a mi hijo, ese día perdemos la guerra”, dice una de las madres de los militares, que, después de tantos años, clama justicia y aún no ha sido escuchada.