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Francia Márquez simboliza la resistencia por la cual han muerto centenares de líderes sociales en todo el país. | Foto: Juan Pablo Gutiérrez-montaje Semana

VIOLENCIA

Informe especial: ¡Basta ya! No más asesinatos de líderes sociales

El atentado contra Francia Márquez y otros líderes afros en el Cauca demostró que el conflicto y las economías ilegales no solo los amenazan a ellos, sino a todos los colombianos.

13 de mayo de 2019

Una explosión, seguida de disparos, llevó a un grupo de líderes, que se encontraban reunidos en el quiosco de piso de cemento, guadua y tejas de barro, a tirarse al suelo y resguardarse detrás de los muros de ladrillo, mientras los escoltas repelían el ataque. Algunos de ellos habían imaginado muchas veces una reacción como esta; otros la habían ensayado con sus esquema de seguridad; y un par, simplemente, actuó de forma instintiva, tal y como lo habían tenido que hacer para salvar sus vidas.

Tres hombres armados habían llegado a la finca La Trinidad, a solo 15 minutos del casco urbano de Santander de Quilichao, para asesinar a los 16 líderes de las comunidades afrodescendientes que se encontraban allí reunidos. El atentado comenzó como una noticia más de las que aparecen cada dos días, en promedio, desde 2016, con asesinatos o amenazas contra los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Pero sus características lo convirtieron en un hecho ampliamente repudiado.

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Inicialmente, se llevó el foco de atención la lideresa Francia Márquez, ganadora el año pasado del Goldman Prize –una especie de Nobel del medioambiente– por su lucha para detener la minería ilegal de oro en su tierra ancestral. Pero después, cuando se supo que otros líderes de la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca (Aconc), como Carlos Rosero, Víctor Moreno, Clemencia Carabalí o Sofía Garzón, también fueron objeto del ataque, la indignación y las alertas aumentaron. En ese paraje estaban las figuras más destacadas y visibles de las comunidades negras no solo del Pacífico, sino del país. Muchos son autoridades y personas admiradas en sus regiones, gracias al valeroso trabajo que han hecho durante décadas; han ganado el respeto de académicos, altos funcionarios del Gobierno, políticos, diplomáticos e incluso decenas de congresistas de Estados Unidos y Europa. Si la granada que cayó muy cerca del quiosco hubiera explotado, la masacre habría sido inevitable.

Rosero, Francia Márquez y demás líderes discutían los términos de una especie de memorial de agravios que las comunidades le iban a presentar al Gobierno dentro de los acuerdos firmados en la pasada minga indígena. “Queremos que haya una mesa definitiva para que cumplan los más de 300 acuerdos firmados e incumplidos con las diferentes comunidades desde 1986. Que protejan la vida y derechos de las poblaciones, resuelvan asuntos de tierras o minería ilegal, financien proyectos productivos, nuestro sistema de salud, educación y gobierno”, dijo Víctor Moreno, presidente de la Aconc.

Un kilo de oro vale 130 millones de pesos en el mercado, en comparación con los 8 o 10 en que se cotiza la misma cantidad de cocaína.

Pocos imaginaban que el ataque no iba a parar ahí. Un día después del intento de asesinato, rechazado con vehemencia por el propio presidente Iván Duque, varios de estos líderes recibieron una nueva amenaza de las Águilas Negras: “Este es solo el comienzo de lo que será el exterminio de todos ustedes… les llegó la hora, negros”, decía el mensaje de texto. La advertencia cumplió su cometido, los llenó de miedo y disolvió el segundo intento de reunión.

Lo ocurrido en el norte del Cauca ofrece un claro ejemplo de lo que pasa en otras zonas del país con el conflicto, las economías ilegales, el narcotráfico y la falta de presencia del Estado. Las amenazas y atentados contra los líderes sociales son el síntoma, la fiebre de un complejo fenómeno que amenaza la tranquilidad y seguridad no solo de las comunidades afrodescendientes, indígenas o campesinas, sino de gran parte de los colombianos.

Las intimidaciones y asesinatos de defensores de derechos humanos y líderes sociales comenzaron a crecer luego de que las Farc dejaron las armas. Desde entonces, el debate se centró en qué tan ciertas eran las cifras, en si detrás de esa nueva oleada de sangre había una sistematicidad que permitiera llevar el caso ante la Corte Penal Internacional (CPI) y en cómo salvaguardar la vida de cientos de personas. Muchos de estos y otros problemas aún siguen sin respuesta.

Foto: El defensor del Pueblo, Carlos Negret, el procurador general, Fernando Carrillo, y el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, lideran, desde sus diferentes perspectivas, la lucha contra los asesinos de los líderes sociales y contra la problemática que rodea el fenómeno.

Frente a las cifras, todavía no hay unanimidad. La Defensoría del Pueblo habla de 462 líderes asesinados desde 2016, pero la Fiscalía dice que son 276, la misma suma de la ONU. Por su parte, la ONG Indepaz cuenta 681, y Somos Defensores menciona 366. Lo cierto es que, de todos los casos, la Fiscalía sostiene que ha avanzado en 225 y ha capturado 244 personas. De los números, los de la Defensoría serían los más cercanos a la realidad, por el alcance y el contacto con las comunidades que la entidad tiene permanentemente en todo el territorio nacional.

En cambio, parece haber más consenso en las razones de las muertes e intimidaciones. En gran parte, según Carlos Alfonso Negret, defensor del Pueblo, responden a la lucha de los líderes contra los cultivos de coca, la minería ilegal o la destrucción del medioambiente, mientras protegen sus parcelas o territorios. La inmensa mayoría está en zonas de conflicto, donde las disidencias de las Farc, el ELN, bacrim, Águilas Negras, grupos neoparamilitares o bandas que protegen economías ilegales imponen su ley o mantienen enfrentamientos por controlar regiones o corredores estratégicos.

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Un importante número de homicidios ocurren en Cauca y parte del Valle, en el Pacífico nariñense y caucano, el Urabá y Bajo Cauca antioqueño, el Catatumbo y algunas zonas de Caquetá, Meta y Vichada (ver infografía). En estas regiones hoy se concentran los cultivos ilícitos, la producción de drogas, las rutas del narcotráfico y la minería ilegal. Pero también otros negocios como el robo y el contrabando de combustibles, el tráfico de migrantes o el terrible exterminio de las selvas, bosques y sabanas naturales de la Orinoquia. Alrededor de 130 millones de pesos vale actualmente un kilo de oro en el mercado, en comparación con los 8 o 10 en que se cotiza la misma cantidad de cocaína. Todo ello a manos de negociantes y terratenientes que han encontrado en el vacío que dejaron las Farc una oportunidad para apropiarse de miles y miles de hectáreas.

Lo que pasa en el Cauca o Nariño es terrible, dice Negret. Los indígenas, afros o campesinos luchan contra los modelos de producción extractivistas, pero los obligan a cultivar la coca. A su vez, sus propiedades y territorios han sufrido la invasión de miles de campesinos, colonos y raspachines provenientes de la Orinoquia, donde las Fuerzas Armadas han logrado avanzar en la erradicación de cultivos y asumir el control territorial. Detrás están no solo los grupos armados nacionales, sino los carteles mexicanos de Sinaloa y Jalisco-Nueva Generación, que tienen cada vez más presencia en el Pacífico colombiano.

Los actores

El debate sobre la sistematicidad tuvo un giro inesperado hace cinco meses. Después de un encuentro con el alto gobierno, el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, reconoció por primera vez dos patrones en los casos. “Uno activo y otro pasivo”, dijo. El primero se refiere al tipo de estructuras responsables de los homicidios, y el segundo, al perfil de las personas que están matando.

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Las disidencias de las Farc, el Clan del Golfo, el ELN y los Caparrapos aparecen a la cabeza de la lista de presuntos responsables. En los registros, sin embargo, abundan los autores desconocidos. Se trata en buena parte de sicarios a sueldo, lo que ha dificultado determinar los autores intelectuales y las motivaciones para hacerlo.

Foto: El presidente Duque lanzó, junto con el fiscal general y varios de sus ministros, un cuerpo de jueces especializados para acelerar la judicialización de los asesinos de líderes sociales. A la derecha, las autoridades capturaron en Caloto a uno de los participantes en el atentado, un menor de 17 años.

La sistematicidad también tiene que ver con las víctimas. Los miembros de las Juntas de Acción Comunal, a la fecha, han puesto la mitad. Un porcentaje preocupante si se tiene en cuenta que 7 millones de colombianos pertenecen a ese tipo de organizaciones. Si bien la mayoría de asesinatos y amenazas reportados conservan un estrecho vínculo con la aplicación del acuerdo de paz, los ataques están enfocados en destruir o debilitar los procesos asociativos locales. Quieren desactivar la participación y la organización social, y para conseguirlo atacan su expresión más pequeña. Para varios analistas consultados por SEMANA, al ya complejo escenario que están viviendo en muchos territorios se suma un ingrediente: las elecciones regionales de octubre.

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Es claro que en la mayoría de estas regiones ganó el Sí en el plebiscito, en segunda vuelta perdió Iván Duque y muchos de estos nuevos líderes y organizaciones quieren llegar al poder. Tal y como denunció el analista Ariel Ávila, las elecciones han multiplicado las acciones contra los líderes, algo que podría volver a pasar. Y en la arena política, las amenazas y balas pueden venir de cualquier lado, como ha demostrado la historia reciente del país.

Con la salida de las Farc, los líderes compraron la propuesta de que podían participar. Pero no fue así. Hablar y hacer política les está costando la vida. Además, la falta de coordinación del aparato institucional también los asfixia. Aunque hace mucho rato la dimensión del fenómeno sobrepasó la disputa por el número de víctimas, este es el punto de partida para diseñar una estrategia que los proteja.

Basta revisar el Plan Nacional de Desarrollo para entender lo que está pasando. La primera versión conocida del proyecto tenía como base las 462 víctimas de las que habla la Defensoría del Pueblo. En la última, aparecen las 272 que mencionan las Naciones Unidas. Si el Estado cuenta con una entidad que se encarga de velar por proteger, defender y promover los derechos humanos, ¿por qué no creerle? Las diferencias con la Defensoría vienen de vieja data. El Gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos echó mano de la cifra más pequeña durante años.

Del papel al terreno

Para tratar de contener la oleada de asesinatos posteriores al acuerdo, en 2017 el Gobierno expidió casi una decena de decretos. Entre ellos, el 2252, que estableció que las Alcaldías y Gobernaciones deberían actuar como las “primeras respondientes” de detectar a tiempo las amenazas. También el 660, que creó medidas de protección colectivas para las comunidades en riesgo. Por su parte, el 2078 perfiló la ruta de protección colectiva de los derechos a la vida, la libertad, la integridad y la seguridad personal de grupos y comunidades. El 898 creó la Unidad Especial de Investigación para el desmantelamiento de las organizaciones y conductas criminales. Y el 2124 fortaleció el Sistema de Alertas Tempranas.

En lo que va corrido de 2019 se han reportado al menos 12 panfletos amenazantes, que se suman a los 55 que circularon el año pasado.

Pese a esta artillería de medidas, la realidad en las regiones es otra. ¿Qué está fallando? Lamentablemente, buena parte de las iniciativas tramitadas después de la firma del acuerdo de paz nacieron muertas. El Gobierno las concibió sin garantías de financiación, y con la llegada del nuevo Gobierno más de una terminó enterrada. La actual administración ha optado, al parecer, por una estrategia con sello propio. Aunque en un principio se dijo que las políticas públicas al respecto permanecerían vigentes, no ha sido así. La Comisión Nacional de Garantías solo se ha reunido una vez en lo que va del actual periodo, reemplazada por el Plan de Acción Oportuna (PAO).

Los efectos de esto van más allá. Ocho días antes del atentado en Santander de Quilichao, la Defensoría del Pueblo le había hecho llegar a la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, una alerta urgente sobre “la situación de riesgo identificada para las organizaciones comunitarias del Cauca”. En lo que va corrido de 2019 se han reportado al menos 12 panfletos amenazantes, que se suman a los 55 que circularon el año pasado. La alerta, sin embargo, no tuvo eco. A la entidad no llegó respuesta, y los líderes tampoco sintieron apoyo alguno en terreno.

Organizaciones como Somos Defensores aseguran que el PAO desconoce el trabajo que se venía adelantando y la importancia de garantizar la paz en los territorios para erradicar la violencia en contra de los defensores, y que también excluye a la sociedad civil. “Prefieren generar estrategias que, con la excusa de la seguridad, crean las condiciones para la militarización de las diferentes regiones en las que sufren agresiones los líderes sociales, bajo la vieja e inservible fórmula de combatir la guerra con más guerra, medida con la que sigue priorizando la protección física e ignora la importancia de la creación de garantías”, detalló Somos Defensores en su más reciente informe, titulado ‘La naranja mecánica’.

¿Hay solución?

En el encuentro llevado a cabo en agosto pasado en Apartadó, liderado por el procurador general, Fernando Carrillo, este consiguió que el alto gobierno firmara un pacto por la vida. Este ha sido clave, pero no suficiente para evitar más muertes. ¿La razón? Allí acordaron fortalecer la Unidad Nacional de Protección que hoy recibe 20 por ciento más de recursos que el año pasado. Es decir, el presupuesto quedó en 688.747 millones de pesos, cifra que por sí sola no alcanza para evitar más muertes.

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Porque robustecer y mejorar la ingeniería de la UNP, en parte, es clave para garantizar la seguridad de más de 4.377 líderes sociales. Francia Márquez es una de ellas. Su equipo de seguridad resultó determinante para evitar una tragedia en Santander de Quilichao, que habría desmoralizado al país, y también para determinar con rapidez lo que está pasando.

Los escoltas lograron rechazar con éxito el ataque, lo que permitió que, una semana después, las autoridades capturaran a un menor de 17 años como uno de los presuntos atacantes. Según relataron a la Fiscalía, no repelieron con más contundencia el ataque porque se dieron cuenta que se trataba de tres niños. Pero no solo ese detalle ayudó. También contaron que alcanzaron a impactar a uno en el brazo izquierdo, lo que facilitó su captura después de que se presentó fugazmente en un hospital.

Hacer justicia es otro factor clave para desmantelar las organizaciones responsables de estos ataques. Precisamente, esta semana el presidente Duque anunció un cuerpo de jueces para la “rápida judicialización y condena ejemplarizante de los asesinos de nuestros líderes sociales”.

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Parece clave hacerle una reingeniería a la UNP, lo que requiere hacer un diagnóstico de cómo están repartidos los escoltas en el país e identificar a quienes los tienen, aunque no los necesitan, a fin de proteger a quienes están más expuestos en los territorios. Es necesario ir más allá. Como le dijo el procurador Fernando Carrillo a SEMANA, “Debemos pasar de esquemas individuales, reactivos y urbanos a esquemas de protección colectivos, preventivos, rurales y con enfoque diferencial”.

Aunque se ha repetido hasta el cansancio, nada funcionará sin la presencia integral del Estado. A la acción de la fuerza pública hay que sumarle soluciones sociales, de salud, educación, proyectos productivos, inversión en vías e infraestructura para sacar del abandono y el atraso a miles y miles de colombianos.