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Años de fuga de Plinio Apuleyo.
Años de fuga de Plinio Apuleyo. | Foto: Penguin Random House

LIBROS

Fragmento de la nueva edición de ‘Años de fuga’, de Plinio Apuleyo

Se trata de una de sus más importantes novelas. Editada por Penguin Random House.

15 de junio de 2022

Capítulo uno

En la penumbra llena de humo, el disco tantas veces oído aquel año: Richie Ray; Richie Ray, Bobby Cruz, Willie Colón, Ray Barretto, Johnny Pacheco con todos los hierros, dejándose venir en el estéreo con una salsa hirviente, candela pura; ahora vengo yo. Y ya Fernando, con el resplandor rojo de la única pantalla colgada del techo dorándole las barbas, una camiseta amarilla pegada a los omoplatos por el sudor, descalzo, las piernas veloces, bailaba en el centro de la pieza en medio de gente joven que, sentada en el suelo, acompañaba la música con vasos y cucharas. Una muchacha en blue-jeans, de nalgas breves y firmes, se había levantado a bailar y lo hacía con un ritmo bárbaro.

—¿De dónde es ella? —preguntó Minina.

—Barranquillera, ¿no ves cómo baila? —respondió Ernesto mirando aún a la muchacha, fascinado.

Buscando el fresco de la noche, se habían sentado junto a la ventana con un vaso de cubalibre en la mano. De afuera, de la noche del marais negra de patios y mansardas, venía una brisa tibia, de verano. Hacia el lugar donde parecía encontrarse el Sena el cielo se teñía de difusos resplandores, una especie de halo luminoso que surgía sobre los tejados y que bien podía corresponder a las agujas de la Santa Capilla o a las torres de Notre-Dame iluminadas

Observaba a Minina:

—¿Con quién vives ahora, mujer?

—Con el mismo de siempre.

—¿El vegetal aquel que pinta cajas de fósforos y pedacitos de salchichón?

—Ay, chico, no te burles —le reprendió ella.

Estaba sonriendo. Él veía el destello de sus dientes muy blancos, las pestañas lentas, los ojos oscuros e insinuantes que sabían sostener la mirada, y pensaba que Minina seguía siendo linda. Ahora sólo de tarde en tarde la encontraba y siempre de un modo fugaz, y él experimentaba al sentarse al lado de ella una especie de afecto taciturno como si fuera una hija, la hija que apenas se ve de paso, y no una muchacha con la que había vivido.

—Qué raro —suspiró—. ¿A qué se debe ahora una monogamia tan vistosa?

—No sé —respondió ella agitando en la mano su vaso de cubalibre—. A lo mejor es que me cansé. Y luego, chico, Alain no es posesivo —lo miró con burla—. No es como tú.

Él se quedó en silencio.

—Pobre muchacho —reflexionó después—. Se ganó el tigre de la rifa.

Ella se rio.

—¿Y tú? ¿Con quién andas ahora?

—Con una pantera —dijo.

Fernando se había abierto paso hacia ellos, sin dejar de bailar. Con una especie de cabriola cómica dobló las rodillas, como si fueran de trapo, dejándose caer sobre un cojín, a su lado, agitado y con la camisa empapada en sudor. Le extendió a Ernesto un vaso que había sostenido todo el tiempo mientras bailaba.

—Sírvame un trago, hermano. —Sobre su barba negra, cerrada, los ojos se le movían inquietos, perspicaces, ligeramente enrojecidos por efecto de la marihuana—. No les corto la nota, ¿verdad?

—No, hombre.

Sediento, bebió un largo trago. Limpiándose la boca con el revés de la mano, se acomodó a su lado, recargándose contra la pared y extendiendo las piernas. El sudor le brillaba en la frente y en los pelos de la barba. Se había quedado mirando con descaro a Minina, cuyo busto se marcaba rotundo bajo la blusa.

—Qué buena está, hermano —le dijo a Ernesto, risueño—. ¿Vos sabés lo que me ocurrió con ella la única vez que…?

—Sí, sí, que no funcionaste.

Fernando se estremeció de risa:

—Ya no hay secretos de alcoba en este mundo.

—Y lo peor es que yo tenía ganas —recordó Minina, traviesa—. Habíamos hablado toda la noche de astrología.

—Me friquió. —Fernando seguía riéndose—. No pude hacer nada, me friquió.

—Instinto de conservación —dijo Ernesto—. Pipí perspicaz.

—Seguro, hermano.

Fernando había sacado del bolsillo una bolsita de cuero.

—¿Te fumas un cacho?

Ernesto negó con la cabeza.

—La marihuana me produce sueño. Yo soy de la generación del bolero.

—Como mi papá —dijo Minina.

—Sí —suspiró él—, tan lejos de Bob Dylan. Mira, alcánzame la botella de ron. Y el hielo. Está en ese horrible recipiente acrílico en forma de piña.

Minina le ayudó a poner el hielo en el vaso.

—¡Ernesto!

La muchacha barranquillera se le había acercado y le extendía la mano invitándolo a bailar.

—Cheo Feliciano —dijo indicando el disco que sonaba ahora en el estéreo—. De ataque.

—No, muñeca. Hoy no bailo; hablo.

—Tú no haces sino hablar.

—Y tú bailar.

—Niño, el que pierde eres tú —dijo la muchacha con risa, sin dejar de moverse. Se alejó bailando.

Ernesto la siguió con la mirada.

—¿Ya te la cogiste? —preguntó Minina.

—¿A ella? No, es la hija de un amigo mío. Yo soy algo así como su tutor en París.

—¿Y qué? No te conociera yo.

—Tampoco es así, mujer. Tampoco.

—¿Qué edad tiene la tipa con que sales ahora?

—La tuya, más o menos. Veintitrés o veinticuatro años. Es otra edípica.

—¿De dónde es?

—De Chaina Vaita.

—¿De dónde?

—Chaina Vaita. O si prefieres, Chinavita.

—¿Estados Unidos?

—No; Boyacá, Colombia.

Plinio Apuleyo Mendoza.

Había vuelto. No tenía ya veinte años como entonces, sino treinta y siete, todo era distinto, pero estaba contento de encontrarse en París; contento de que el París recordado durante tantos años como un sueño brumoso de juventud estuviese de nuevo allí, real, y malva y azul en el crepúsculo. Muchachas de trajes ligeros caminaban contra la brisa; se encendían luces; era el fin del verano y algo en la atmósfera seguía siendo excitación, alegría de vacaciones, noche de Saint-Tropez. El barrio había cambiado. Allí estaban aún la torre de la abadía, el Deux Magots, el Flore, la Brasserie Lipp. Pero el ambiente de Saint-Germain-des-Prés era otro. Ahora se respiraba prosperidad y despreocupación. Otra generación había surgido entretanto; otra, que caminaba ahora por el bulevar o llenaba las terrazas de los cafés, riendo y hablando, sin memoria de la guerra, del todo ajena a la trompeta de Sidney Bechet o a los poemas de Jacques Prévert. La Greco, ahora madura, estaba en la tapa de los discos y en los afiches del Olympia, y no, como en aquellos tiempos, muerta de hambre ante una taza de café crème o cantando en la Rose Rouge, vestida de negro y con una voz dura y amarga, je suis comme je suis, je suis faite comme ça. Las cavas, aquellas penumbrosas grutas de piedra donde el sexo, el saxo, el humo y el sudor se confundían en un solo vértigo, habían desaparecido, y también los negros y las muchachas desgreñadas y pálidas y calzadas con sandalias que en aquella época bailaban todo el verano, hasta el amanecer. Bajando o subiendo por la rue SaintBenoît muy tarde, no se escucharía ahora, brotando de alguna parte en espirales lánguidas, la queja de un saxofón: un saxo inspirado y único en el calor de la noche. Finit tout ça. Al París de sus veinte años podía ponerle una rosa; una rosa y un suspiro, ahora que había vuelto.

Pues había vuelto, y ahora que lo recuerda Javier estaba a su lado aquella noche, sentado también en la terraza del Deux Magots, nostálgico y a lo mejor vagamente erótico mirando pasar en la luz malva y azul del crepúsculo, por encima de un vaso de cerveza, a las muchachas eternas de Saint-Germain-des-Prés, ahora no desgreñadas y verdes de hambre como sus probables madres existencialistas, sino frescas, radiantes, tostadas por el sol de vacaciones. Pasaba entre las mesas el inevitable clochard de la pluma en el sombrero (un franc, patron), antes de ser expulsado ignominiosamente (allez, allez, foutez-moi le camp). Algún tipo tocaba una guitarra. Pero Javier sólo veía a las muchachas, y con aquel gesto suyo de simulada cólera o de sorpresa que suscita cualquier provocación inconcebible, se volvía hacia él de tiempo en tiempo: ¿has visto eso? Eso era una escandinava semidesnuda tostada al fuego lento de una isla mediterránea; eso, una morena de ojos verdes y pelo negro, con algo de pantera; eso, un trasero insolente, un busto atrevido, un par de muslos soberbios, ceñidos por una túnica. ¿Lo has visto?, y movía la cabeza, sombrío. A él (Ernesto) le resultaba curioso estar sentado con Javier en la terraza del Deux Magots, como en los viejos tiempos. Pues allí mismo, en aquel café, se daban cita veinte años atrás, cuando él (Ernesto) estudiaba en el Instituto de Ciencias Políticas y Javier seguía cursos en la Académie Julian. Javier llegaba con toda su banda de amigos. Volvía a verlo como entonces: un adolescente apenas (de dieciocho años, quizá: tenían la misma edad), con una gabardina clara, una carpeta de dibujos bajo el brazo y una bufanda colgándole del cuello, aproximándose en el aire radiante de la primavera entre un grupo de muchachos y muchachas que hablaban al tiempo y reían. Javier era siempre el centro, el polo de atracción de aquel grupo de estudiantes de bellas artes, no porque irradiara energía y fuerza, sino todo lo contrario: porque a su encanto, a su humor discreto, taimado, irresistible, se unía un aire de desamparo, algo que hacía pensar en un huérfano, en el hermano desvalido que todo el mundo quiere y protege. Las muchachas que andaban con él, aun si eran muy jóvenes, se le volvían madres; lo mimaban, le abrigaban, le preparaban tisanas. Y lo admiraban, también. Porque Javier tenía talento. Lo que pintaba entonces (lo que pintaba y luego, por inseguridad, destruía), aquellas figuras alargadas a lo Modigliani, tenía el mismo aire suyo de delicadeza y desamparo, pero mostraba ya una destreza. Será un gran pintor con el tiempo, decía todo el mundo; tiene madera, tiene pasta. Pero no había hecho nada. Había dejado pasar los años aplazando una y otra vez el momento de ponerse a pintar en serio, al regresar a Colombia. Se había casado con una mujer alta, emprendedora y maternal que con el tiempo empezaba a verlo como el mayor de sus hijos. Se había comprado una finca cerca a un páramo, en Boyacá; tenía sementeras de papa y huertos con árboles frutales, y una casa confortable llena de libros y discos franceses, de aquella época (Charles Trenet, Brassens, Mouloudji); una casa que miraba a las colinas brumosas. Pero no había pintado nunca, ni siquiera le agradaba que le recordaran ahora que alguna vez, en París, había querido ser pintor. No le enseñaba a uno sus cuadros, que no tenía, sino las peras que cultivaba en su huerto. En fin, no había hecho nada de su vida. Tampoco él (Ernesto). Tampoco, pero por distintas razones.