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En sus conciertos, Keith Jarrett le exigía a su público un silencio religioso que retribuía con improvisaciones mágicas. Cuando no lo recibía, se hacía sentir.

DISCO

Keith Jarrett: un improvisador descomunal se despide con ‘Budapest Concert’

Con el duro anuncio del retiro del músico, aparece simultáneamente este disco en vivo, el último documento de uno de los mejores improvisadores musicales de todos los tiempos.

Juan Carlos Garay
12 de diciembre de 2020

*Por Juan Carlos Garay

Una de las noticias musicales más tristes de este 2020 la dio hace semanas el pianista Keith Jarrett. Reveló que ha tenido dos embolias en los últimos dos años y que es prácticamente imposible que vuelva a tocar el piano. Con su mente lúcida, no cabe duda de que Jarrett seguirá componiendo. Pero la relación con su instrumento, la parte física de su carrera musical, se apaga a partir de ahora.

Jarrett y el piano se volvían uno solo. La portada de su disco más famoso, The Köln Concert, lo mostraba agachado sobre el teclado, concentrado en una actitud casi de rezo. Y en un sentido muy filosófico, llegó a plantear que la música no salía del instrumento, sino de su cuerpo y alma. “Yo no pienso en mí como creador, sino como canal para la creatividad”, escribió en 1973 cuando apenas despuntaba una carrera que lo llevó a convertirse en el mejor improvisador del último medio siglo.

En un sentido muy filosófico, Jarrett llegó a plantear que la música no salía del instrumento, sino de su cuerpo y alma

¿Cómo eran los conciertos de Keith Jarrett? Básicamente, eran eventos en los que nadie sabía qué iba a suceder. Ni siquiera el pianista, cuyo método consistía en poner la mente en blanco, salir al escenario y dejarse llevar por la energía del instante. El resultado eran piezas fluidas y extensas, muy extensas, a las que por momentos les sumaba sonidos extramusicales, como gritos de éxtasis y golpes en el instrumento.

Por su naturaleza espontánea, esas piezas hubieran podido perderse para siempre, pero Manfred Eicher, el precavido productor, grabó casi todos los conciertos. Hoy en la discografía de Jarrett contamos más de 20 grabaciones de este estilo. Todas llevan el nombre del lugar donde tuvo lugar el concierto. La mayoría son ciudades europeas (París, Viena); hay también un buen número de ciudades japonesas (Osaka, Tokio) y solo una grabación suramericana: Río.

Ahora acaba de aparecer Budapest Concert, que amenaza con ser su último disco, y que nos sorprende por la manera como el sonido se va tornando exultante, romántico, denso, ligero… Todas esas expresiones, en fin, por las que lo recordaremos.

También se le recordará, hay que decirlo, por su severidad. Si no se satisfacía su insistencia en el silencio absoluto mientras tocaba, podía llegar a estallar. En un concierto en el Carnegie Hall en 2010, interrumpió una pieza y anunció: “Quiero pedir amablemente a la persona que está perturbando mi interpretación que se retire de la sala urgentemente”. Esa persona había tosido dos veces. Era una ferviente seguidora de Jarrett. Lo sé porque es mi amiga Marcela. Y tuvo que abandonar la platea y esconderse, con la complicidad de una acomodadora, en el último palco.

Es el lado oscuro del genio, aquella faceta que no nos gusta aceptar de nuestros ídolos. Pero he intentado ver la situación desde la perspectiva de Jarrett y sé que su música improvisada es también el producto de una vulnerabilidad acentuada. “Tengo que asumir un estado de conciencia a la vez que un éxtasis, es decir, un estado de sensibilidad llevada al extremo”, escribió en 1997.

Marcela, por su parte, ya superó el episodio hace rato. “Pienso en la música por un lado y en el músico por otro –me cuenta– y su música me sigue retorciendo el corazón”. De alguna manera es el diagnóstico de todos sus oyentes. Keith Jarrett nos situaba en el instante mismo de la creación. La noticia de su retiro es triste, porque es muy difícil que vuelva a aparecer en la escena un pianista así: alguien para el que componer e interpretar sean procesos simultáneos, sean uno mismo.