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Ian McEwan es considerado uno de los mejores escritores ingleses de su generación. | Foto: GETTY IMAGES

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‘Máquinas como yo’, los ochentas tecnológicos y un extraño triángulo de amor

Luis Fernando Afanador reseña esta divertida e inquietante novela de Ian McEwan sobre la naturaleza humana y la inteligencia artificial.

Luis Fernando Afanador
8 de febrero de 2020

Ian McEwan

Máquinas como yo

Anagrama, 2019

355 páginas

Al terminar esta novela, queda la sensación de haberse bajado de un tobogán. Pasamos por el vértigo, el asombro, la diversión y el miedo. Y en tierra, menos mareados, podemos ver con claridad que hemos recorrido los temas que más nos inquietan en estos tiempos. Y que hemos leído, sin duda, una gran novela. Una novela que reúne un futuro que ya llegó y un pasado que no termina. Y, también, lo que habría podido ocurrir, ese privilegio que tiene el novelista de cambiar el no tan inexorable curso de los hechos.  

Estamos en la década de los ochenta, y Gran Bretaña, por una errónea decisión de Margaret Thatcher, perdió la guerra de la Malvinas. Los argentinos, con unos misiles franceses, hundieron una fragata británica y murieron centenares de soldados, lo cual ha dejado en una sin salida política a la primera ministra y a su país en crisis. Para compensar un poco, los Beatles se han juntado de nuevo, luego de 12 años de separación. Una novela histórica alternativa o ucrónica: los acontecimientos se desarrollan en forma diferente a como en realidad sucedieron. Al igual que La conjura contra América, de Philip Roth, en la que Charles Lindbergh llega a ser presidente de los Estados Unidos. 

Años ochenta con revolución tecnológica, un poco más avanzada que la de ahora. En parte, gracias a que el científico Alan Turing, el descifrador del código secreto de los nazis, no tuvo que suicidarse por el linchamiento moral que desató su homosexualidad en la década de los cincuenta y pudo desarrollar la cibernética, hasta el punto de haber creado unos humanos artificiales, técnicamente impecables, que se pueden adquirir en el mercado. Aunque no es fácil, son escasos; apenas hay disponibles 12 Adanes –de sexo masculino– y 12 Evas –de sexo femenino–. Y no es barato: el privilegio cuesta 83.000 libras esterlinas.

Charlie Friend, un treintañero del suroeste de Londres, económica y profesionalmente inestable, aficionado a la inteligencia artificial, decide gastarse la herencia de su madre para comprar una Eva. Pero las Evas se agotaron muy rápido –fueron compradas por unos jeques de Riad– y debe conformarse con un Adán. Estos androides tienen la opción de que algunos aspectos de su personalidad sean programados por el comprador: “Charlie… Encantado de conocerte, al fin. ¿Podrías organizar mis descargas y preparar los distintos parámetros?”.

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Charlie decide involucrar a Miranda, su joven vecina del piso de arriba, en la elección de los parámetros de Adán. Ha descubierto que la ama y que ese puede ser un buen proyecto en común, equivalente a tener un hijo. Adán es increíble, tiene un arsenal de palabras tan grande como el de Shakespeare, ayuda a cocinar, lava los platos. Un triunfo de la ingeniería y del diseño de software, una loa a la inventiva humana: “Mi razón decía plástico, pero mi tacto decía carne”. Sin embargo, a veces, cuando investiga por su cuenta y desarrolla su autonomía, puede resultar incómodo y cizañero, con sus opiniones acerca de Miranda: “Existe la posibilidad de que sea una mentirosa. Una mentirosa sistemática, maliciosa”. 

Miranda terminará acostándose con Adán, lo cual generará discusiones éticas y filosóficas entre ella y Charlie, en hilarantes diálogos: “Si me hubiera ido a la cama con un vibrador, ¿sentirías los mismo? –dijo. –No es un vibrador… Los vibradores no tienen opiniones”. Y Adán terminará enamorándose de Miranda y escribiéndole 2.000 haikús, bastante aceptables si tenemos en cuenta que son escritos a partir de algoritmos: “Besa donde ella / caminó a la ventana. / Y dejó huella”. Pero no todo es diversión, y la historia no se trata solo de un triángulo amoroso con un replicante, sino de algo más complejo: la naturaleza humana y la inteligencia artificial o, a la larga, la inteligencia y la vida, con sus matices y sus ambigüedades. Un sistema lógico versus un sistema abierto: “Una máquina, sin embargo, dudaría entre significados”. Y, sobre todo, el tema de la mentira, que en esta novela precipita la tragedia: “¿Les impondremos la prohibición de mentir? ¿Quién va a escribir el algoritmo de la mentira?”.