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| Foto: Pablo Monsalve

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Briceño, el corazón del posconflicto

En el corregimiento Pueblo Nuevo empezó hace dos meses el plan piloto de sustitución de cultivos; aunque los campesinos tienen esperanza, también albergan miedo por la ausencia tradicional del Estado.

4 de marzo de 2017

Todo lo que tienen en Pueblo Nuevo son sus cultivos de coca. Y que lo diga Doris, que en agosto del 2004 recibió la noticia: su hijo, campesino de 24 años, el hombre de la casa, el único que veía por la obligación, estaba muerto en la carretera que va de Briceño a Valdivia. Las AUC se hicieron con el asesinato al ponerle un letrero en el pecho que decía “Muerto por raspachín”. Llevaba poco más de un libra de pasta base, producto de la primera cosecha que, mal puesta en el mercado por esos días, podía valer 700.000 pesos.

Pueblo Nuevo es un caserío ubicado en una de las crestas de la cordillera Central, en el norte de Antioquia, a espaldas del río Cauca y del proyecto hidroeléctrio Hidroituango. Sus casas son pobres, levantadas con esmero. Entre los despeñaderos sólo se ve maleza, cultivos de coca, algunos de plátano, café, cacao, yuca, fríjol, todo para el autosostenimiento. Hasta hace dos años no contaban con una carretera que los sacara al pueblo y mucho menos con un servicio de acueducto decente que les permitiera tener agua las 24 horas del día. Por todo esto, las comisiones de paz del Gobierno y las FARC decidieron que era un buen lugar para implementar el plan piloto de sustitución voluntaria de cultivos. Según el informe de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), para 2015 en Antioquia había 2.402 hectáreas sembradas en coca, un aumento del 5 % en comparación con el 2014, cuando había 2.293.     

Foto: Pablo Monsalve / SEMANA 

A las 12 del mediodía de un martes, Doris Elena Pérez busca qué cocinar: ha echado mano de un pedazo de carne, arroz, unas tajadas y un puñado de fríjoles que no serán suficientes. Su pobreza  es notable y con lo único que cuenta es con una vaca flaca que no da más de cinco litros de leche, de la que se provee para vender quesos. Esta mañana ha discutido con los abogados y los topógrafos de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), que están en una cruzada que parece imposible para formalizar la tenencia de predios en la zona. Sucede que la poca tierra que tiene ahora se la quiere quitar su exesposo, que se fue hace 17 años con una mujer, y ese peñasco, esa loma tan pendiente, es sólo de ella, “porque él se fue, y antes de irse se quedó con la mitad de la finca, y ahora quiere la mitad de lo que me tocó a mí”.

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El posconflicto —sus laboratorios de paz instalados en un recodo de este pueblo mínimo antioqueño que se llama Briceño— le ha servido al caserío y a su vecino, la vereda El Orejón, para aparecer en el mapa. Desde qcuando las delegaciones del Gobierno y las FARC decidieron focalizar esta zona para el Plan Piloto de Desminado, que después de 20 meses de trabajo logró la desactivación de 46 minas en 19.849 metros cuadrados, no dejan de aparecer por la única calle polvorienta periodistas, funcionarios, miembros de ONG, obreros que construyen el nuevo colegio o la biblioteca que proyectó el Ministerio de Cultura.

Sus casas son pobres, levantadas con esmero. Entre los despeñaderos sólo se ve maleza, cultivos de coca, algunos de plátano, café, cacao, yuca, fríjol, todo para el autosostenimiento.

Entre los habitantes se dice que en el frente 36 de las FARC, que durante décadas fue la autoridad en la zona, estaban los mejores explosivistas y por eso muchas veces les advertían que no se salieran de los caminos, que no pasaran por matorrales, que no frecuentaran caminos alternos. “Cuando empezó el desminado encontraron varias minas a los lados de los caminos. Y uno a veces veía las jeringas por ahí en el monte, por eso teníamos mucho miedo de que los niños salieran a jugar”, recuerda Eugenia Holguín, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda El Orejón.

Eugenia no ha conocido otra vida más que esta: el campo, arar la tierra, sembrar con el sudor difícil de darle golpes a la tierra, pero también la guerra, los días terribles de la incursión paramilitar, hacerle de comer a raspachines de coca que no encontraron otra mejor forma para no morirse de hambre que venderles pasta base a los grupos armados. Durante el proceso de paz, dice, la estela de violencia se vino abajo y con unas amigas de la vereda crearon una asociación de mujeres con la que buscan salir del anonimato al que han sido condenadas por años de guerra y estigmatización, “y más ahora que nos quedamos sin río, porque estamos al lado de Hidroituango. Tenemos que hacer escuchar nuestra voz ahora que los medios vienen, que los funcionarios del Gobierno se acordaron de que existimos, porque por aquí pasamos décadas sin ver a un alcalde, no venían ni en elecciones”.

Foto: Pablo Monsalve / SEMANA 

Cuando en las veredas se anunció el plan de esfuerzo conjunto para la sustitución de cultivos, entre los pobladores se esparció el alivio de que pararía la erradicación manual al destajo o una posible aspersión de glifosato, pero también el temor de un nuevo modelo: el miedo al futuro incierto. Además, son muy pocos los habitantes que confían en las propuestas estatales debido al abandono histórico y ahora sólo confían en el proyecto porque las FARC, a quienes han visto como la única autoridad, están empujando la idea. Los habitantes lo aclaran fácil, fueron los guerrilleros quienes les ayudaron a levantar la escuela cuando nadie le echaba ni una mano de pintura.

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“Ellos con nosotros no se metían para nada, además eran el paisaje, la autoridad. Aquí no se le perdía nada a nadie. Uno podía dejar un machete por ahí pegado de un palo, o el azadón en el corte y nadie se lo robaba, porque se sabía que si algo se perdía, pues tenía que aparecer. Ahora tenemos mucho miedo por lo que pueda pasar, porque aquí la autoridad nunca vino, sólo estuvieron para combatir esa gente, o llegaron amangualados con los paramilitares, que dejaban muerto por ahí tirado”, dijo en una tarde calurosa un campesino que prefirió el anonimato.

Fueron los guerrilleros quienes les ayudaron a levantar la escuela cuando nadie le echaba ni una mano de pintura.

Sus temores tuvieron un sustento de realidad hace unas semanas cuando hombres armados llegaron a la vereda Altos de Chirí y hostigaron con disparos el caserío. De la intervención armada salió un hombre herido, al parecer tenía deudas por unas entregas de pasta base. Algunos hablaron de todo un escuadrón paramilitar, otros de tres hombres que llevaban una sola arma. Aunque el caso no está del todo claro, sí ratifica que los temores de  la comunidad no son infundados, y muchos dicen que grupos paramilitares como el Clan del Golfo quieren ocupar las zonas que dejaron las FARC.

La seguridad es una de las razones que encuentra Ocaris de Jesús Echavarría, presidente de la Junta de Acción Comunal de Pueblo Nuevo, para dejar de sembrar coca, aunque sabe que es muy difícil que otro cultivo supere las utilidades que han encontrado en los ilícitos. “Pero sí veo que la gente quiere cambiar de idea, además porque eso ya no está dando mucho resultado porque las tierras se van acabando de tanto veneno y químico, los cocales se van secando. La gente se va cansando. No queremos más violencia y eso genera sólo violencia. Hemos tomado la decisión de tener más tranquilidad y estar más tranquilos en cuestiones de conflictos”.

Foto: Pablo Monsalve / SEMANA 

En una de las casas del caserío, donde afuera ondean la bandera de Colombia y otra blanca de la paz, viven los seis exguerrilleros de las FARC que hacen parte del esfuerzo conjunto. Cada día tienen comunicación con el equipo negociar de la guerrilla, informan de las reuniones, de los avances que tienen del plan piloto. Entre ellos está Julián Subverso, de 31 años, joven, impetuoso, con una clara línea política, zootecnista, casi filósofo, quien pertenecía al frente 57 y pasó un año por las comisiones de paz que se instalaron en La Habana. Tiene el acuerdo en la cabeza. 

“Este esfuerzo conjunto que tiene como protagonistas a las comunidades inició formalmente el 10 de julio del 2016. Esto pretende tener un cambio de enfoque de lo que siempre ha sido la política de lucha contra las drogas, que viene allá del país del norte, que siempre fue una política encubierta de ataque a la subversión y los movimientos sociales. Siempre ha sido una política punitiva. Sustitución voluntaria. No llegar con el Ejército y arrancarle las matas al campesino. Hay que mirar al campesino como víctima. Como una persona que necesita alternativas de vida. Ese es el enfoque en el que está basado este acuerdo de paz, de sustitución voluntaria”.

Después de la instalación de la mesa, se formó un grupo de trabajo integrado por tres miembros de las FARC, tres del Gobierno y cuatro de las comunidades. El proceso ha sido acompañado por una asamblea de representantes, hecha de tres integrantes de cada vereda: un joven, una mujer, un viejo. Así, iniciaron hace unas semanas las asambleas comunitarias, donde se explicó el acuerdo de paz y la dinámica de las mesas temáticas: de divulgación y sensibilización comunitaria; de infraestructura; de tierra, agua y medio ambiente; de desarrollo social; de desarrollo productivo; de seguridad, y una anexa de mujeres.

Las peticiones de los campesinos son las mismas de hace años: acueducto, vías terciarias, antenas para tener una buena señal de celular, cobertura de internet, escuelas. En palabras de Ocaris: “Nosotros necesitamos lo que necesitamos, no lo que nos ofrecen. A veces llegan inversiones que uno se pregunta para qué”. Pensar en el plan piloto de sustitución voluntaria de cultivos es pensar en el futuro del campo. Los campesinos no sólo quieren que pasen funcionarios del Gobierno dejando por el piso sus matas de coca, quieren y necesitan un verdadero sistema que les permita sembrar y vender.

En los últimos días los avances han sido significativos, en las asambleas comunitarias de las veredas La América, El Pescado, El Roblal, Gurimán y Palmichal, la totalidad de las familias se preinscribieron al programa nacional de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, y según el cronograma, las preinscripciones terminan el 18 de marzo para las 11 veredas que iniciaron con el esfuerzo conjunto, y se espera que se preinscriban alrededor de 800 familias. 

Las peticiones de los campesinos son las mismas de hace años: acueducto, vías terciarias, antenas para tener una buena señal de celular, cobertura de internet, escuelas.

Sin embargo, el esfuerzo no será sólo para la zona microfocalizada, se espera que para las otras 24 veredas empiecen pronto las preinscripciones, esto para que en abril se firme el acuerdo colectivo oficial, que estaría encabezado por el alto consejero para el Posconflicto, Rafael Pardo; el gobernador de Antioquia, Luis Pérez; los delegados de la comunidad y las FARC. Será en ese momento cuando inicie el proceso de sustitución e implementación de los proyectos productivos, la asistencia alimentaria, las obras de pequeña infraestructura comunitaria, mientras se avanza en la formulación e implementación del plan integral municipal y comunitario de sustitución y desarrollo alternativo desde las mesas temáticas.

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El Plan de Ordenamiento Territorial Agropecuario (POTA), que desde hace más de un año empezó la Gobernación de Antioquia en alianza con la Universidad Nacional, busca entender las regiones del departamento desde su potencial agrícola y de esa manera invertir, ya el gobernador Luis Pérez ha dicho que este será un instrumento para el éxito de la sustitución de cultivos: que los labriegos puedan sembrar lo que verdaderamente les traerá ganancias y será mejor para sus tierras.

Isabel Bibiana Berrío Ospina, coordinadora regional del proyecto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) y la ANT, que consiste en la formalización de predios, pues la mayoría de los propietarios de estas tierras están en baldíos de la Nación y no tienen papeles de tenencia, cuenta que el reto más grande de todo el proceso es cumplir las expectativas de la comunidad, pues todos tienen su fe puesta en que la respuesta del gobierno cumpla sus expectativas, “este primer paso de legalizar tierras está andando muy bien, porque ya se está haciendo la medición de las propiedades. La idea es que, mínimo, cada familia tenga su Unidad Agraria”.

Ya en la cabecera municipal de Briceño uno se puede hacer una idea de que es Pueblo Nuevo: la tierra de nadie. Pocos han ido, pocos conocen. Está lo demasiado lejos como para que se hagan cálculos imposibles: está a cuatro a cinco horas, pocos saben muy bien. Todos dicen que nunca fueron.

Foto: Pablo Monsalve / SEMANA