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| Foto: Ramón C. Iriarte

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Las mil cabezas de la minería ilegal

En el Batallón Rifles, a las afueras de Caucasia, cuatro helicópteros, cerca de 250 hombres —policías y militares— y un puesto de comunicaciones de última tecnología para operaciones especiales, se tenían dispuestos para la tarea del día: desmantelar tres puntos de minería ilegal de oro en el suroriente del departamento de Córdoba.

Ramón Campos Iriarte
3 de septiembre de 2018

Desde muy temprano, en el Batallón Rifles, a las afueras de Caucasia, Antioquia, revolotean decenas de militares y policías de todos los rangos. Mientras el sol empieza a atravesar la bruma, unos alistan armamento, raciones, otros revisan la munición, más allá algunos se atalajan y alguno se peina con ayuda de la cámara selfi del celular. En el “cuarto de guerra”, un salón helado por el aire acondicionado y con un primitivo escudo con dos rifles cruzados en la entrada, los oficiales definen los últimos detalles de la operación.

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Cuatro helicópteros, cerca de 250 hombres —policías y militares— y un puesto de comunicaciones de última tecnología para operaciones especiales, se tenían dispuestos para la tarea del día: desmantelar tres puntos de minería ilegal de oro en el suroriente del departamento de Córdoba, muy cerca de la ciénaga de Ayapel.

Foto: Ramón Iriarte

Los militares llegan desde Bogotá a bordo de un avión biturbohélice C-295 de la Fuerza Aérea, comandados por el teniente coronel Rafael Hernández, de baja estatura y buen carisma, que es también ingeniero ambiental y un experto apasionado en el tema de la minería ilegal. Hernández y sus hombres pertenecen a la Brigada contra la Minería Ilegal del Ejército y en esta misión los acompaña la Unimic de la Policía: dos grupos especiales creados respectivamente en 2014 y 2015 para combatir la explotación ilícita de yacimientos minerales en todo el país.

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La creación de estos grupos no es fortuita. Durante los últimos 15 años el precio global del oro aumentó más del 300 por ciento. Después de que en 2012 se registrara el precio más alto de la historia, su valor decayó levemente, pero hoy se ubica por encima de los 1.100 dólares por Onza Troy. Esto ha generado un boom minero, en particular en Suramérica, que no se veía desde el siglo XIX con los famosos “gold rushes”. El oro, tanto pirata como legal, ha movilizado cientos de miles de personas, billones de dólares y ha puesto en riesgo ecosistemas de suma importancia en Brasil, Venezuela, las Guayanas, Perú, Ecuador y particularmente en nuestro país. En 2015, Colombia entra a figurar entre los 20 mayores productores de oro del mundo, con un 13 por ciento de las importaciones que Estados Unidos hace de este mineral. Según cifras de la Agencia Nacional Minera, en 2016 nuestro país produjo 61 toneladas de oro declaradas, además de un número indeterminado proveniente de la producción informal que no se declara.

La minería ilegal ha existido desde que hay una ley que la regula, pero por estos días ha sido un tema muy sonado quizás por las impactantes imágenes de ríos desviados, secos y destruidos, de selvas mordisqueadas por cráteres, que parecen un paisaje marciano y que los ambientalistas sacan a la luz pública. En efecto, según un reciente estudio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la minería contemporánea de aluvión ha destruido casi 110.000 hectáreas de tierra en 14 departamentos de Colombia y falta calcular el daño que han causado la minería de filón y el vertimiento de decenas de toneladas de mercurio y de miles de galones de cianuro en aguas y suelos en varias regiones del país.

Foto: Ramón Iriarte

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Hoy, la proliferación de la minería de oro genera un debate global en torno a las consecuencias medioambientales de la extracción de minerales preciosos; sin embargo, la utilización de estos materiales, por ejemplo, en la fabricación de tecnologías omnipresentes en la vida moderna, impone la necesidad de su extracción. Pero, ¿y el costo ambiental?

A las nueve y media de la mañana, los uniformados se distribuyen en grupos de 15, y se empacan como sardinas entre los helicópteros artillados, rumbo a la quebrada Trejos. Según los informes de inteligencia, allí estaría el frente minero ilegal controlado por la estructura José Morelo Peñata del Clan del Golfo. El vuelo, corto, a gran velocidad y a escasos metros de la copa de los árboles, transcurre en silencio. Los hombres del coronel Hernández —quién vigila la operación desde la base—, viajan, inmóviles, los ojos fijos en las ventanas del Black Hawk, con expresión pensativa, la del suspenso y el miedo mezclados con la aceptación estoica de otra misión en su vida militar.

Llega el momento del desembarco. Los militares corren al bajar del helicóptero y aseguran el perímetro, rodilla al piso en posición de combate, y los pilotos despegan de inmediato. El ruido de las hélices ensordece mientras la vegetación se sacude con fuerza. La escena evoca algún pasaje de los célebres Despachos de Guerra que Michael Herr escribió en Vietnam. Cuando pasa el estruendo, los soldados se paran y miran a su alrededor. De un pequeño conjunto de cambuches precarios, hechos de palos, plástico y lona verde, salen algunas personas a mirar, temerarias. Más allá de los cambuches, se ve un llano con el —ya famoso— paisaje marciano que dejan las retroexcavadoras tras remover miles de toneladas de tierra: cráteres, piscinas de agua turbia y montañas de barro hasta donde llega la vista, todo dentro de los límites de un sistema de humedales protegido por la convención internacional Ramsar.

Foto: Ramón Iriarte

Ya en terreno, el grupo encabezado por el teniente David Romero, comandante de operaciones especiales contra la minería ilegal de la Policía, se dirige al primer objetivo: una retroexcavadora enorme que los mineros intentaron esconder bajo los árboles. Bajo la ley actual, las cosas no son tan simples: encontrar una “máquina amarilla” (jerga militar) en plena zona minera y a muchos kilómetros de cualquier asomo de construcción no es prueba suficiente. Con un peritaje físico y químico debe probarse que, en efecto, la maquinaria es utilizada para cometer un crimen ambiental. De acuerdo con el plan de la misión, los encargados de comprobarlo con evidencia técnica se dan a la tarea —con la ayuda de agentes del CTI de la Fiscalía—, mientras que el resto del grupo avanza hacia otros objetivos.

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Al caminar por aquella superficie marciana, cada paso se entierra entre el barro arenoso hasta la rodilla y solo se oye el sonido viscoso de las botas que presionan el lodo. Un fuerte olor a hierro emana del subsuelo expuesto y el calor húmedo de la depresión momposina causa mareo. Como sacadas de una película posapocalíptica, varias dragas y ‘dragones’, aparatos hechizos para lavar la tierra, flotan inertes. No se ve ni un alma alrededor. Con frecuencia, alguna información se filtra y ante un solo rumor sobre la operación, los capataces y trabajadores de las minas ni siquiera se asoman. Sin embargo, los militares se mantienen alerta ante cualquier francotirador que pueda camuflarse en la lejanía.

El equipo de explosivos de la Policía, único con la potestad de destruir la maquinaria usada para esta actividad ilegal, en esta ocasión está compuesto por dos tenientes de semblante serio, cargados con todo tipo de cables y aparatos y con un curioso parche prendido a su uniforme que reza “hechicero”’ sobre una caricatura de un brujo que arroja una bomba al aire. Los tenientes proceden a instalar barras de C-4 en las dragas y al grito de “¡Reducir silueta! ¡Fuego en el área! ¡Fuego!” retumban las explosiones en toda la zona. Pedazos de metal, tornillos y láminas retorcidas zumban en el aire a escasos centímetros de las cabezas de los presentes, que se cubren como pueden detrás de las montañas de barro. Después de las explosiones, los dragones dan la impresión de ser restos humeantes de un naufragio que flotan lentamente con la débil corriente que aún queda en la quebrada tras años de abuso minero.

Con los brazos arriba sosteniendo los fusiles y con el agua al pecho en algunos tramos, el convoy sigue andando con mucho esfuerzo. Seis o siete dragas más vuelan por los aires. La misión, diseñada para tardar solo un par de horas, se alarga hasta la tarde, por lo que el teniente Romero comienza a preocuparse por la seguridad de su grupo y ordena regresar cuanto antes al punto de extracción. En la retirada, y con la bendición de los peritos, los explosivistas aniquilan la máquina amarilla que se encontró en la mañana. La explosión sacudió el suelo y produjo una lluvia de esquirlas metálicas: la imponente ‘retro’ quedó en su sitio, humeante y con las tripas regadas por todo el lugar.

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Los helicópteros de apoyo revolotean por encima, mientras los de transporte aterrizan en un pequeño descampado para extraer al personal. Una veintena de lugareños forman un corrillo entorno al improvisado helipuerto. “Están felices de ver los aparatos”, dijo un soldado con tono burlón al ver a los campesinos grabar el suceso en sus teléfonos celulares, “nunca habían visto un helicóptero de cerca”. Al elevarse el tercer y último grupo de hombres, se da por terminada la misión.

Desde el aire, otra vez, se ve el paisaje desolador de la destrucción y llega la sensación de impotencia. Con semanas de planeación, tecnología de punta y un costo muy elevado, la operación —que se desarrolló en tres puntos cercanos a la ciénaga de Ayapel— logró destruir 13 dragas y tres retroexcavadoras y capturar una decena de personas que habían convertido más de 600 hectáreas de este importante sistema de humedales en un basurero de barro y mercurio.

Sin embargo, pese al aparente balance positivo es difícil ignorar que el enorme esfuerzo logístico y económico que realiza el Gobierno para combatir la minería ilegal contrasta con la facilidad con la que hoy este fenómeno se esparce y multiplica en gran parte del país. El oro en Colombia es abundante y muy rentable; y para las mafias, recuperar las pérdidas que dejan los operativos de la fuerza pública es cuestión de abrir más huecos y sacar más oro. Como la Hidra de Lerna, el monstruo policéfalo al que le nacían dos cabezas venenosas por cada una que perdía en la batalla, las mafias de la minería financian nuevas máquinas cada vez que pierden una, y están en constante búsqueda de nuevos frentes mineros o de retomar aquellos que ya fueron desmantelados.

Foto: Ramón Iriarte

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En la historia, el oro ha sido uno de los activos más codiciados por la humanidad y un pilar simbólico y material de la economía mundial. La minería aurífera en las cuencas de los ríos y en las montañas colombianas viene de una tradición que se remonta a épocas precolombinas y que la colonización española masificó y tecnificó, trayendo esclavos de África para trabajar en las minas. Hacia el siglo XVII, Colombia ya se reconocía como uno de los principales productores de oro del mundo.

Hoy, este metal se ha posicionado como una fuente muy significativa de recursos para financiar la guerra y desde que se desmovilizaron las Farc, la explotación ilícita controlada por grupos armados ha ido en aumento, a la par de una intensificación del conflicto en zonas mineras productivas. Pero más allá de la guerra —puesto que el negocio es de los armados, pero el trabajo lo ponen los campesinos—, el gran dilema del oro en nuestro país tiene un trasfondo casi filosófico y moral que llega a ser paradójico. El codiciado mineral literalmente brota de la tierra en muchas zonas del país y, al mismo tiempo, Colombia es el octavo país más desigual del mundo —el segundo de la región, según la Cepal—: solo el 1 por ciento de los más ricos acaparan una quinta parte del ingreso nacional y la concentración de riqueza sigue aumentando mientras la pobreza rural es rampante. Sin trabajo ni educación, sin alternativas ¿cómo pretender que la gente no busque fortuna entre la tierra?

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Pocos días después, en Bogotá, el coronel Carlos Alberto Montenegro, comandante de la Brigada contra la Minería Ilegal, analiza el alcance de la misión que ejecutó en Ayapel el coronel Hernández con su equipo. Desde Catam, en el tecnológico puesto de mando que supervisa las operaciones de la aviación del Ejército, Montenegro concluye que “en este punto donde destruimos este material e hicimos estas capturas, semanalmente ellos podían sacar de 4 a 5 kilos de oro; esto multiplicado por 130 millones de pesos, comienza a ser un gran flujo de caja que afectará sus ambiciones criminales”. Sin embargo, el coronel es consciente de la necesidad de abordar el problema no solo con métodos represivos: “Tenemos zonas en las que desde hace más de 500 años las comunidades viven de la minería y comprendemos la riqueza de Colombia en este recurso.

El gran reto es educar esas comunidades para hacer una minería bien hecha, para no dañar el medioambiente y no afectar a las poblaciones vecinas ni a las generaciones que en el futuro van a vivir en esas regiones. Esto implica un compromiso del Estado con todas sus capacidades. No lo podemos ver solamente desde la parte policial o militar: esto tiene también un lado muy social para poder llevar a estas comunidades de la ilegalidad a la legalidad.”, concluye.

Siguiendo su designio, Montenegro y Hernandez ya planean la próxima operación. Será la numero 21 de este año para Brigada y una más de la larga batalla contra la minería ilegal. Pero aunque este monstruo venenoso no parece dar tregua, ellos guardan la esperanza de algún día poder derrotarlo —como lo logró Hércules, según reza la leyenda, cortando la última cabeza de la Hidra con una espada de oro.