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"En mi relato en la JEP conté detalles que no tienen importancia y otros que son más duros de narrar. Quise hacerlo simplemente para que el país tome la medida de ese universo dantesco en el cual nos tocó vivir", Ingrid Betancourt

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“Las Farc eran una guerrilla machista y misógina”: Íngrid Betancourt

La ex candidata presidencial escribe en exclusiva para SEMANA este estremecedor relato en el que cuenta los detalles desconocidos de su secuestro, que le entregó esta semana a la Jurisdicción Especial para la Paz. Así fue para ella su descenso al infierno.

27 de octubre de 2018

Dar testimonio ante la JEP es un intento casi desesperado por lograr que finalmente se le haga justicia a los secuestrados de las Farc. Nunca antes la Justicia colombiana nos había invitado para escucharnos. Se había dado la sensación que todo estaba dicho, sin haber oído el relato de las víctimas, y por ello se formó en el inconsciente colectivo una visión parcializada de los hechos. 

La verdad de los secuestrados es obviamente una verdad compleja, además de dolorosa. La mía es la de haber sido víctima de múltiples maneras y en diferentes tiempos: antes, durante y después del secuestro. Por eso tal vez he comprendido y he compartido la sed de los colombianos de lograr la paz. Pero debo decir que después de tantos años y tanto esfuerzo por perdonar y dejar atrás el dolor hay cosas hechas por individuos, o por la organización de las Farc como colectivo, con las cuales jamás podré reconciliarme. 

La semana pasada no le entregué a la JEP datos sobre una mal llamada “detención ilegal”, sino el relato de mi descenso al infierno y también la manera de compartir tantas preguntas que desde hace 16 años no cesan de dar vueltas en mi cabeza. Fueron 2.321 días , 6 años y 4 meses y 9 días. 

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Un mes exacto después de mi secuestro, el 23 de marzo de 2002, falleció mi padre. Las Farc no lo asesinaron, pero sí son responsables de su calvario y de su agonía. Mi hermana me cuenta que en el lecho de su muerte preguntaba: “¿Dónde está la niña?” En la selva, cuando me enteré que había muerto casi me enloquezco. Pensé que uno como ser humano no podía vivir sin dormir, pero duré un año así... Yo sudaba en las noches. Sudaba de miedo, de un miedo diferente, de un miedo de que me llegara otra mala noticia de mis hijos, de mi madre, de mi hermana. Por eso para sobrevivir mi obsesión fue escaparme e hice muchos, muchos intentos de fuga.

Yo acuso a las Farc de tortura psicológica contra mí y contra mi familia. El miedo que yo viví esos años me quebró la confianza en el otro. Con ese miedo se conformó en mí una especie de paranoia alrededor de las relaciones humanas y una inmensa soledad en el alma. Esa soledad me hizo muy vulnerable a todos los hechos que viví y que ahora, 16 años después, le relaté a la JEP. 

El mal es inherente a un secuestro. Encerrados en una selva sin Dios ni ley, sin testigos, sin cámaras que puedan mostrar lo que está sucediendo, sin justicia, estamos sujetos a someternos a la arbitrariedad de la persona que está cargando el fusil y lo apunta contra nosotros. A medida que pasan los días esa persona se va degradando y sale a la superficie el sadismo y la perversion.  Se podría decir que hicimos una dura escuela para aprender a hacerle el quite a esa perversión, para no hacer nada que pudiera disparar el sadismo inscrito en la genética del ser humano. 

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Quise poner esto en contexto y contar algunas situaciones para que ustedes entendieran de lo que hablo. En mi relato en la JEP conté detalles que no tienen importancia y otros que son más duros de narrar. Quise hacerlo simplemente para que el país tome la medida de ese universo dantesco en el cual nos tocó vivir. 

Empecemos con los detalles sencillos. La comida. Obviamente teníamos hambre y era escasa, a veces arroz, a veces lentejas... La maldad se concretaba en situaciones diarias. Estoy haciendo fila para recibir mi ración y cuando me toca mi turno el guardia bota la comida al piso y me dice: “ya no queda nada”. Detalles sin importancia como servir en la olla de cada uno de nosotros y el guardia escupir en la mía, o como traer la olla con comida podrida como una cabeza de cerdo llena de moscas y de gusanos. 

Arbitrariedades vivimos muchas, como, por ejemplo, prohibir que tendiéramos la ropa al sol para obligarnos a usar la ropa húmeda; o mentirnos, insistiéndonos que íbamos “a la libertad” para que camináramos más rápido; o rehusarse a llamarnos por nuestros nombres y usar apodos denigrantes. Arbitrariedades como obligarme a dormir sobre un nido de congas, hormigas agresivas y peligrosas que pueden matar si atacan en grupo, o encima de un enjambre de garrapatas que duré días quitándome. 

Íngrid acusó a las Farc de tortura psicólogica ante la JEP. Narró la crueldad de sus golpes, burlas y abusos. Algunos de esos detalles no los había compartido ni con su familia y salen a la luz solo ahora, 16 años después de su secuestro. Pide que la JEP aclare los hechos del día de su plagio.  

Cosas difíciles de contar, cosas de género, porque había una política en contra de la mujer. Las Farc eran una guerrilla machista y misógina. Los comandantes premiaban con ascenso a los guerrilleros que tenían comportamientos soeces, vulgares e irrespetuosos con las secuestradas. Esto no sucedía con los hombres secuestrados.  Muchas veces se trataba de niños de 14 o 15 años que se acercaban por la noche a tener tocamientos impropios, denunciarlos nos convertía en un hazmerreír, y los comandantes les festejaban el comportamiento premiándolos con ascensos. Estoy convencida de que el secretariado sabía que todo esto sucedía. 

Arbitrariedades como obligarme a dormir sobre un nido de congas, hormigas agresivas y peligrosas que pueden matar si atacan en grupo, o encima de un enjambre de garrapatas que duré días quitándome.

En los bongos, esas embarcaciones en las que nos transportaban, mis compañeros pedían orinar y les daban el permiso de salir por debajo del bache. A mí no. Me acuerdo en particular del comandante Enrique que me decía: “Haga ahí. Ahí delante de todos y encima de sus compañeros”. Me acuerdo haber tratado de aguantar, lo más posible para no darle gusto hasta que uno de mis compañeros me dijo: “Íngrid, tranquila, hágase pipí en los pantalones y luego los lava. No se preocupe, estamos todos igual”. 

“En mi caso me cobraron todo: ser mujer, ser política y ser para ellos su ‘enemiga de clase’”

Detalles que solo las mujeres podemos entender. El periodo. Tener que irse a bañar a un caño infestado de pirañas cuando uno lo tiene. Sentir la humillación de escuchar al guerrillero gritarle a uno: “Para usted no hay toallas higiénicas, mire usted cómo se las arregla”. Terminaba por desbaratar la ropa que me habían dado, cortarla en pedazos y usarla con ese propósito. 

Esos son solo detalles, pero también hay hechos crueles y criminales. Las cadenas: a nosotros nos mantuvieron encadenados a un árbol durante muchos años y también con otros compañeros. Yo era la única mujer en un grupo de hombres; cuando me encadenaban con un compañero, a él le tocaba ir conmigo a los chontos y nos tocaba por turnos voltearnos mientras el otro hacía del cuerpo. 

Escucha"Ingrid Betancourt, la guerra y la paz 10 años después de su liberación" en Spreaker.

Enfermarse era una tortura porque por más que tuvieran los remedios para curarnos no nos los daban. Me acuerdo suplicando de rodillas al enfermero que me diera las pastillas contra la malaria antes de cada ataque de convulsiones. Nada. O cuando mandaron a una guerrillera a sacarme sangre. No sabía cómo hacerlo y me chuzó tanto que me dio flebitis. Cuando le reclamé diciendo que era una violación de los derechos humanos, se burló: “Eso de los derechos humanos es un invento burgués”.

Quise hablar también de los castigos, de los maltratos, de los golpes con las cadenas en la cabeza, con las culatas de las pistolas, con los puños y también de los amagues de ejecución. En mi caso me cobraron todo: ser mujer, ser política y ser para ellos su “enemiga de clase”. Después de una fuga, cuando me volvieron a recapturar, me hicieron arrodillar, me pegaron con cadenas y dispararon como si me fueran a ejecutar. También pusieron en escena la ejecución de John Frank Pinchao para desalentarnos a escaparnos como él. 

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A todo eso que viví, tengo que hacer una excepción. En el primer año de cautiverio vino a visitarnos Joaquín Gómez. Le conté todo lo que estaba sucediendo. Cosas que no puedo contar, cosas muy difíciles. Joaquín Gómez ordenó que se construyera un espacio de vivienda donde solo yo podía entrar, me acuerdo que él lo llamó “una embajada”. Los guardias tenían que permanecer afuera. 

Eso duró solo dos meses porque luego nos pasaron al bloque sangriento y cruel del Mono Jojoy en el que estuvimos por cinco años. No me cabe la menor duda de que el Mono Jojoy había dado órdenes. Él fue el que se ideó secuestrar políticos para forzar a la dirigencia colombiana a cederle a las Farc. Pero considero que todos los miembros del secretariado son tan culpables como él. Todos sabían que podíamos ser víctimas del sadismo y la perversión de jóvenes adoctrinados para odiarnos. Todos son culpables de la crueldad, sufrimiento y vejaciones que vivimos tanto tiempo, tantas personas. 

Solo Dios puede al final perdonar el que se hayan ensañado contra nosotros como lo hicieron.

Solo Dios puede al final perdonar el que se hayan ensañado contra nosotros como lo hicieron. Con la actuación de la JEP, Colombia está descubriendo la verdad sobre los secuestros de las Farc. Las revelaciones dolorosas que hemos hecho buscan, más allá de la justicia propiamente dicha, asegurarles a las futuras generaciones de colombianos que esto nunca, nunca, se repita. 



Hace una década, la Operación Jaque demostró que, en la guerra, la inteligencia puede llegar a ser más efectiva que la fuerza. A partir de esa premisa el país comenzó el tránsito hacia la esquiva paz pactada hace un año con las Farc.

Lo mismo debe acontecer con la investigación que le he solicitado a la JEP en torno a las fallas en el esquema de seguridad el día de mi secuestro. Dos órdenes contradicen la versión oficial del gobierno: separarme de mis escoltas, dejar abierto el retén militar.  La verdad sobre quiénes y por qué se tomaron estas decisiones debe conocerse, para que tales fallas no puedan repetirse en el futuro. 

Dos órdenes contradicen la versión oficial del gobierno: separarme de mis escoltas, dejar abierto el retén militar.

Se le debe la verdad, toda la verdad, no solo a quienes sufrimos los horrores del secuestro, sino más aún a las madres, viudas, hijos e hijas de aquellos soldados enviados a enmendar con sus vidas lo que se hubiera podido evitar. 

A pesar de lo que he vivido y que he relatado, nunca perdí la fe en el ser humano. Le debo a mis compañeros de cautiverio y a los héroes de la Operación Jaque el haberme salvado moral y físicamente.  

Creo en un espíritu superior que late en cada colombiano y que permite que enfrentemos nuestra realidad y nos alejemos del daño del que somos capaces.  Si no creyera que las personas somos capaces de cambiar individualmente, incluso aquellas que dentro de las Farc nos trataron con tanta sevicia, no podría creer que la justicia puede con la verdad, liberarnos colectivamente de nuestro pasado.