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El migrante venezolano tiene dos años viviendo en Bogotá.
Camilo Pirela, de 50 años, relató a Semana cómo hace para mantener a su familia pidiendo alimentos vencidos en los supermercados. | Foto: Gustavo Mejía

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“Abundancia es comer dos veces al día”

Camilo Ernesto Pirela Soto, de 50 años, relató a Semana cómo ha hecho para sobrevivir a los efectos de la pandemia y su lucha diaria para mantener a su familia pidiendo alimentos vencidos en los supermercados.

17 de noviembre de 2020

Neiler Camilo cumplirá dos años este 15 diciembre, pero su apariencia es la de un bebé de no más de un año. Sus teteros, en vez de leche, son una preparación licuada de arroz o pasta hervida con agua, azúcar o panela. A duras penas, Camilo Pirela, su padre, consigue eso y alguna que otra cosa para la única comida del día. Así ven llegar la noche él, su esposa Amelis y el pequeño Camilo.

Al día siguiente es lo mismo. Batallar contra el hambre supone largas caminatas pidiendo verduras dañadas o rogando por bolsas de arroz vencido, pasta o harina. En el barrio La Reforma Baja, en Usme, ya lo conocen y empleados de tiendas y supermercados le guardan alimentos que ya empiezan a descomponerse o bolsas de cualquier cosa que se rompen al almacenarlas. Esos donativos son felicidad empacada.

“El día que comemos dos veces, nos sentimos en abundancia. A veces solo almorzamos, aunque es preferible cenar, porque acostarse sin nada en el estómago significa no poder dormir”, cuenta este hombre de cabello platinado que, según dice, ha perdido más de 50 kilos en los dos años que lleva viviendo en Colombia.

No siempre fue así. En San Francisco, del estado Zulia (Venezuela), antes de venir al país, Camilo, fue concejal dos veces por partidos de oposición y administró un hotel y una estación de servicio. También aprendió de servicio social, ejecutando programas de mercados de alimentos y jornadas de salud en comunidades vulnerables. Paradójicamente ahora, en la capital colombiana, es uno de los 17 millones de pobres que buscan cómo subsistir cada día.

No le gusta hablar de eso. Mucho menos del hambre que ha padecido él y su familia. Cuando eso pasa, sonríe y empieza a contar la misma historia. La vez que, unos meses atrás, se encontró en el suelo mientras caminaba con su esposa y el bebé una moneda de 200 pesos. Pensaron que la buena suerte les quería decir algo y ambos se metieron a un casino y la introdujeron en una máquina. Ese día ganaron 20 mil pesos y corrieron a comprar un pollo asado con papas, arepas y gaseosa. Además le compraron dos litros de leche al bebé. Esa noche vieron la gloria.

Camilo tiene 50 años y dos hijas más, de 10 y 14 años. Ellas no viven con él, no tenía cómo darles de comer. “Perdí la cuenta de las veces que busqué empleo en restaurantes o en locales comerciales. Con solo hablar, me rechazaban por mi acento venezolano o por mi edad”. Vendió empanadas, helados en los buses del Transmilenio y cuanta cosa podía por la calle. Su situación se hizo más dura cuando empezó la pandemia. Ahí el confinamiento fue total y la sequía se posó sobre su despensa.

En los momentos de desesperación piensa retornar a Venezuela. Sin embargo, esa ilusión se apaga cuando recapacita en frío sobre los peligros de caminar de vuelta con sus hijos. No quiere exponerse al contagio de la covid-19 o de cualquier otra enfermedad en las carpas de aislamiento dispuestas en la frontera por el Gobierno de Nicolás Maduro.

Con solo el bebé en casa la preocupación le disminuye, pero el padecimiento no se hace menor. Trabaja ocasionalmente lavando carros y como empleado de aseo en tiendas de verduras, donde gana unos ocho mil pesos al día. Paga 300 mil pesos de arriendo y debe cuatro meses. “¡Imagínese lo duro que nos ha tocado. En mi casa de Venezuela yo podía comer lo que quisiera como si estuviera en un restaurante a la carta!”, dice el migrante que venía de vivir una vida con comodidades mermadas lentamente por la hiperinflación y la crisis humanitaria compleja que ha forzado a más de cinco millones de venezolanos a huir de su país en los últimos cinco años.

Él no estaba acostumbrado a decirle a los vecinos que le tendieran la mano. Aunque no le gusta pedir alimentos, ha tenido que hacerlo por sus hijos. Se le ha quitado la pena de la cara. “Si tengo que pedir una papa sancochada para comer la pido. Es preferible decir que uno tiene hambre que hacer algún daño”, afirma en medio de la minúscula cocina de su casa, mientras prepara el tetero del bebé.

La tarde ya casi se vuelve noche. Camilo piensa en el día siguiente, también en la Navidad. ¿Cómo le compro ropa a mis hijos?, ¿acaso ellos no se merecen una cena navideña y un regalo?... Por eso mañana me voy a temprano a trabajar, a rebuscarme esa calidad de vida que me arrebataron en Venezuela".