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La guerra que padece el Bajo Cauca por cuenta de las disputas entre grupos narcotraficantes es tal vez la más cruda del país. El Clan del Golfo y los Caparrapos cometen desplazamientos masivos, reclutamientos de menores, asesinatos selectivos y hasta desmembramientos. En la zona, además, están el ELN y las disidencias de las Farc. | Foto: Esteban Vega

INFORME ESPECIAL

Bajo Cauca, el nido de las alianzas mexicanas

En 2019, más de 20.000 personas se desplazaron en Antioquia, la mayoría en el norte y el Bajo Cauca. Allá los grupos armados disputan los cultivos de coca y las rutas del narcotráfico, mientras los mexicanos aúpan la guerra con plata y armas.

11 de abril de 2020

Un líder social de Tarazá lleva una bitácora de los actos violentos ocurridos en el municipio entre noviembre y diciembre de 2019. El 2 de noviembre hubo un asesinato en la vereda Pecoralia; el 7 de noviembre, seis familias fueron desplazadas de la misma vereda; el 9 de noviembre se presentó un doble homicidio en La Pipiola; el 14 de noviembre, hombres del Clan del Golfo y de los Caparrapos se enfrentaron en la Pecoralia y, al día siguiente, en la vereda Rancho Viejo. De ese lugar salieron cuatro familias el 16 de noviembre.

La bitácora está llena de enfrentamientos, homicidios, desplazamientos. También hay desaparición de personas que luego aparecen asesinadas y decapitadas, reclutamiento de menores, amenazas. Incluso un episodio en el que dos hombres en una moto hicieron tiros al aire mientras pasaban por un corregimiento. El líder muestra su libreta, y cuenta que la ha presentado ante varias autoridades. Sentado en una cafetería del parque central de Tarazá, habla con voz baja, pues sabe que cualquiera lo puede escuchar y, mínimo, le imponen una multa.

El líder explica que un día se sentó a hablar con un desconocido que le preguntó qué opinaba de la situación del pueblo, y él se quejó de tantos asesinatos. El hombre era miembro de los Caparrapos, e inmediatamente le impuso una multa de un millón de pesos por alterar el orden público. Cualquier persona que hable mal de ellos, que se vaya a los golpes con un vecino o que arme un alboroto deberá pagar un impuesto, porque así lo ordena “el código caparrapo”. De lo contrario tendrá que abandonar el pueblo en 48 horas. A esto se suman las extorsiones a los locales comerciales, a los mineros, a los cocaleros y a los mototaxistas.

Desde hace más de dos años, el Bajo Cauca vive una guerra sin cuartel entre los Caparrapos y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Clan del Golfo). En todo el país se ha expandido la fama de los segundos; pero los primeros han extendido su dominio a punta de terror por el nordeste y el norte de Antioquia. Son la herencia del Bloque Mineros de las AUC. En 2011, los Caparrapos se unieron al plan de extensión de los Gaitanistas, aunque esa alianza terminó en 2017 con el acuerdo de paz entre las Farc y el Gobierno. Los Caparrapos, dueños de rutas y con el nudo de Paramillo libre para sacar cocaína, se lanzaron al todo por el todo.

Este grupo controla desde Puerto Valdivia hasta el sur de Córdoba. Lo hacen en gran medida gracias a la alianza, según fuentes de inteligencia, que tienen con el cartel Jalisco Nueva Generación. Una fuente le señaló a SEMANA que después del acuerdo de paz, varios mexicanos llegaron a la vereda El Orejón, de Briceño, norte de Antioquia. Ese fortín de cultivos ilícitos, ubicado estratégicamente a un lado del río Cauca, había quedado sin dueño cuando las Farc dejaron el territorio. Contrataron a unos arrieros para que los guiaran por los lugares claves de la cocaína. Habrían llegado allí por cuenta de los Caparrapos.

Esta alianza ha desembocado en una guerra por el territorio que en 2019 desplazó en 17 lugares a 20.771 personas, según reconoció la Unidad de Víctimas. Este año se han presentado tres desplazamientos masivos en Cáceres y Tarazá e Ituango, lo que afectó a 270 personas. Además de los desplazados, cientos de familias de las zonas más apartadas permanecen confinadas por los enfrentamientos y la siembra de minas antipersonal que protegen los cultivos ilícitos.

Los Caparrapos ejercen un control total. Para llegar a la Caucana, vereda de Tarazá, hay que pedirles permiso o correr el riesgo de sufrir un atentado en la carretera. No importa que en el caserío estén la Policía y el Ejército. Allí vive una mujer víctima de varios desplazamientos: uno por la guerrilla, otro por el antiguo Bloque Metro. En su infancia vio cómo los paramilitares torturaban a sus víctimas en una habitación del colegio del caserío; vio cómo las encerraban en un pequeño cuarto de no más de 2 metros cuadrados en el que tenían que comer, defecar y orinar. Algunos se salvaron y tuvieron que huir; otros murieron asesinados. Reconoce que la situación es menos difícil ahora, sin embargo, el miedo se impone.

“La gente prefiere estar en sus casas. A veces parece un pueblo fantasma después de las seis de la tarde. Hasta los perros están preparados para eso, porque ven hombres armados y ladran, entonces uno se asusta mucho cuando ladran... Los que causan el desplazamiento selectivo están radicados en el pueblo. Hay otro grupo que está tratando de entrar y hace sancochos, les regala juguetes a los niños, regala balones a los equipos de fútbol, y eso no lo hace ni el Gobierno”.

Los Caparrapos están instalados en el caserío, y los Gaitanistas quieren entrar. Los desplazados tienen que irse con la ropa que tienen puesta. La mujer cuenta que muchas veces, después de que las casas quedan abandonadas, los Caparrapos las toman como guarida o como caleta de armas; en otras ocasiones las destruyen con granadas para que no puedan volver. A quienes se quedan e incumplen las normas, los obligan a pagar multas e, incluso, como sucedió con dos mujeres que se pelearon en la calle, los humillan públicamente. A esas mujeres se las llevaron amenazadas a un potrero para que se dieran golpes semidesnudas mientras los hombres reían a carcajadas.

“El grupo nuevo se ha querido tomar el barrio en el que vivo. Empezaron a hacer reuniones, a ganarse a la gente, prometieron que no iban a maltratar a nadie; incluso llegaban adonde las mujeres que tenían familiares en el grupo y les decían: ‘Sabemos quién es usted, quién es su hijo, su marido, su mozo... Nosotros no queremos aquí atropellar a nadie, lo único que le podemos asegurar es que su muerto lo va a tener en la familia, y con usted no vamos a tener problemas’; incluso hacían que los cobradores de vacuna devolvieran la plata. Ellos citaban a reunión y todo el mundo iba. Eso fue un problema”.

En Cáceres y Tarazá hay barrios deshabitados. Los desplazados se juntan por decenas en los coliseos y luego parten a Medellín, a Caucasia, a Cartagena. El miedo se esparce, pues con frecuencia corre la voz de asesinatos, torturas y decapitaciones. Justo el 15 de enero el CTI de la Fiscalía hizo el levantamiento de dos jóvenes de unos 20 años torturados, decapitados y asesinados en la vía que conduce de Caucasia a la vereda El Toro.

Fernando Quijano, director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo, asegura que en el Bajo Cauca no solo está Jalisco Nueva Generación, en clara alianza con los Caparrapos. También hay otros grupos como Sinaloa, los Chapitos y Mayo Zambada, que trabajan con el Clan del Golfo y disidencias de las Farc. Cada uno trata de encontrar la cocaína que luego llegará a Estados Unidos.

“No solo hablamos de los grupos rurales, habría que pensar también que algunos grupos del crimen urbano están ligados a carteles mexicanos. El apoyo y fortalecimiento que ellos les dan hacen que la guerra crezca. Ese proceso de expansión lleva a que las disputas sean más sangrientas; genera más desplazamiento, desapariciones, homicidios. Con ese dinero que reciben de México los Caparrapos han sabido canalizar a los enemigos de los Gaitanistas; ahora tienen alianzas con los Libertadores del Nordeste –herencia valluna de los Rastrojos–, con las disidencias, se tratan con mucha suavidad con el ELN y tienen buenas relaciones con la Oficina de Envigado”.

Los mexicanos van apoderándose el crimen en Antioquia. A paso silencioso ponen dinero y armas y sacan la cocaína que necesitan. Y quienes sufren las consecuencias son las mismas comunidades de siempre, que ya estuvieron en medio del fuego cruzado de las Farc y las AUC. Solo que ahora no pueden ni siquiera identificar al grupo que los amenaza.