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Los ojos de Mateo delataban una felicidad desbordada. El juez encontró a Mateo inocente.

JUSTICIA

Absuelto: así vivió Mateo Gutiérrez el suplicio de ser tachado como terrorista

Al joven lo acusaban de terrorismo y de hacer parte del MRP. Estuvo preso durante un año y nueve meses. El proceso contó con testigos ambiguos y avanzó a paso de tortuga. Así fueron las visitas de su padre en la cárcel y la lucha de la familia por mantenerse firme.

Fernando Camilo Garzón Gómez (*)
8 de noviembre de 2018

La policía llegó al edificio donde ocurrió el estallido. Eran más o menos las tres y media de la tarde cuando los llamaron desde la central para reportar una explosión. Los policías estaban a tres cuadras y se trasladaron de inmediato. La gente, entre gritos, les indicó donde quedaba el edificio. Al llegar se percataron que de la cornisa de la ventana del cuarto o quinto piso colgaba una bandera de colores azul y amarillo, con una estrella roja de cinco puntas bordada en su centro. Había panfletos alusivos al Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) regados por todas partes. Más unidades de policía empezaron a llegar.

Los agentes entraron a la edificación. Calcularon el piso del que pendía la bandera y al llegar allí se encontraron el apartamento cerrado. Procedieron a violentar el vidrio y cerrojo de la puerta. Al traspasar, se encontraron un joven tirado en el suelo, con un trapo en la boca que no le permitía hablar; tenía rasguños, heridas y había quedado medio sordo del estallido. Estaba en shock.

La zona fue acordonada y una señora gritaba, desde el cerco, que su hijo estaba en el piso del cual colgaba la bandera. Creía que lo habían robado, no entendía nada. Llegó, vio mucha policía y no le daban paso. Contaba que a eso de las doce o la una de la tarde la llamaron para mostrar el apartamento que estaba en arriendo. Como ella no podía ir, le pidió el favor a su hijo.

Allí adentro olía a fogonazo, como cuando se estalla un volador. En la parte exterior de las ventanas había dos tarros que contenían algo que parecía pólvora. El artefacto fue reconocido inmediatamente como una panfletaria. Mientras la bandera ondeaba sobre los cielos de la carrera décima, el muchacho atinó a responder las preguntas de la policía. Dos hombres habían llegado acompañados de una señora embarazada. Una vez adentro lo amordazaron y se fueron. Tras el estallido recordaba haber visto todo en negro. El sonido fue tan fuerte como para alcanzar dos o tres cuadras. La gente, conmocionada, se congregó alrededor de los hechos preguntándose quién habría sido el culpable.

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La entrada a la cárcel La Modelo era larga y estrecha. Era una fila de a uno. Se podía oler el moho en las paredes blancas que guardaban envolturas de chicle entre sus grietas. El espacio era tan angosto que era imposible no atrincherarse e intentar recostarse en los muros. Omar Gutiérrez advertía no hacerlo porque alguien podía traer droga y era posible que se prendiera algún olor. Si los perros huelen algo “no te van a dejar pasar”, decía.

La cabeza de Omar está rapada desde que una amiga le dijo que se quitara esos tres pelos. Iba a La Modelo a visitar a Mateo Gutiérrez, su hijo, estudiante de sociología de la Universidad Nacional que estaba preso, injustamente, por los delitos de terrorismo, hurto, concierto para delinquir y porte y fabricación ilegal de armas. Mateo era sindicado de pertenecer al MRP, grupo originado, aparentemente, en algunas universidades públicas de Bogotá, al que se le acusa de una serie de explosiones panfletarias y actos terroristas ocurridos en los últimos años. El MRP es responsable, entre otros eventos, de la explosión en el centro comercial Andino que dejó un saldo de tres muertos y en el que más estudiantes de universidades públicas estarían implicados. El pasado 27 de mayo, en la primera vuelta de la elección presidencial, el grupo subversivo fue responsabilizado de la instalación de un artefacto explosivo en una sede de la EPS Medimás en Bogotá. Se trató del único acto terrorista de las elecciones que el expresidente Juan Manuel Santos calificó entonces como “las más tranquilas de la historia”.

Omar estaba inquieto. Tenía los ojos apagados y una mirada triste. Creía con firmeza que a su hijo lo habían involucrado en un montaje. Las otras personas de la fila también estaban impacientes, chiflaban, bromeaban con tumbar la cancela, le reclamaban al primero por no tocar la puerta y se reían imaginando que un baldado de agua fría caería sobre sus cabezas como preludio a la apertura del pórtico. Finalmente abrieron 45 minutos después de lo debido.   

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La sala era tan estrecha que el agente del INPEC tuvo que correr las sillas para poder sentarse. El espacio tenía forma de triángulo, como si el estrado fuera un punto de fuga. La audiencia, que debió empezar a las 9, aguardó en silencio la llegada del juez. En la quietud solo se escuchó un murmullo. Alguien del público hacia reír a los que lo rodeaban. Se preguntaba si debía haber hinchadas con arengas a cada lado de la sala, “una en el lado de Mateo y otra en el lado del Fiscal”. El Juez entró a las 11:45 de la mañana y dijo “buenos días”.

La presentación de los implicados fue lo primero que se hizo en el juicio. La testigo, el procurador, el fiscal, el defensor y finalmente el acusado. "Mi nombre es Mateo Gutiérrez actualmente preso injustamente en la cárcel Modelo de Bogotá”.

Foto: Claudia Espinosa

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Una vez ingresó al patio, Omar procedió a buscar a Mateo. Lo encontró en su celda, la 40, dos pisos arriba en la edificación que se levanta justo al lado de la cancha de micro. Mateo tenía un saco negro de esos que tienen cremallera solo en el cuello; pantalón beige francés y camisa blanca. El saludo con su hijo no fue esencialmente emotivo.  Lo vio y le dio un abrazo. Le entregó un libro de regalo y la comida que le había traído. Mateo, adusto, agradeció. Le preguntó a su padre cómo iba todo y él le respondió que bien. Parecían una fotocopia. Mateo es de colores más intensos por su juventud. Sus cejas son negras, puramente negras. Su frente denota calvicie temprana. “Ya se está quedando más calvo que yo”, dijo Omar. “Es un hongo por el agua”, respondió el hijo.

Mateo dijo que estaba bien. Al hablar gesticulaba mucho con la boca. A veces la inclinaba hacia arriba amagando tocarse la nariz. El primer patio que le tocó estaba más lleno y la gente no cabía. Las personas dormían en el piso de los pasillos afuera de las celdas y para tener una, como todo en la cárcel, tocaba pagar. Pero en el segundo patio ya no había tanto hacinamiento. Mateo tenía su celda y la compartía con tres personas más.

En la cárcel los presos tienen sus propias maneras de comunicarse. A los pasillos les llaman “carreteras”, de las cuales se encargan los “llaveros”, y a las personas que dominan los patios les dicen “plumas”. Se escuchaban gritos todo el tiempo, Mateo dijo que en la cárcel todo se maneja gritando, excepto cuando vienen las mujeres: ahí todo está organizado y está prohibido mirar a la mujer que está con otro preso.

En la Modelo hay distintas jerarquías sociales. Los que tienen plata dominan los patios y los que no, trabajan: lavan ropa, ordenan las celdas, venden tinto, chicha, cigarrillos y algunos “hacen favores”. Omar recordó que un sociólogo muy famoso decía que para conocer una sociedad había que observar su sistema carcelario; “la Modelo es como el país, el que tiene plata hace lo que se le da la gana”, dijo Omar.

Padre e hijo caminaron por la cancha del patio; de un lado a otro, de ese arco al otro y no paraban. Discutían antes que hablarse. El tema era el proceso de paz, las regiones azotadas por la violencia y los grupos armados que permanecían, y permanecen, en conflicto. Omar tomó la palabra. Mateo miró con el ceño fruncido al horizonte. Se desesperó porque su padre no le permitía intervenir. Se lo hizo saber y a Omar no le importó, estaba en su cruzada de hacerle entender sus ideas. Se fastidiaron porque no concordaron. Mateo quería decirle lo que pensaba mientras que Omar sólo buscaba hacer primar sus argumentos. No se pusieron de acuerdo. Sabían que no se iban a convencer y optaron por cambiar los temas. En el patio los gritos siguieron, la gente caminaba, jugaban parqués, estaban en la celda o miraban televisión, eso sí, cada quien estaba en su mundo.

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Aracely habrá pensado muchas veces en su hijo y otra vez, al evocar su recuerdo, las lágrimas brotaron de sus ojos. La mirada estaba en el tinto. Su convicción era absoluta, Mateo, lo repetía, era inocente. Aracely parece una mujer dura, pero de sus palabras se desliza pura ternura. La cabellera negra apenas le tocaba los hombros. Sus pómulos compuestos por finas pecas acompañaban sus grandes ojos negros, bordeados por el blanco enrojecido que le trajo el llanto, parecían recordar a su hijo. “Omar y yo tratamos de brindarle todo lo que pudimos. Construimos una relación entorno a Mateo”, dijo.

Aracely de débil no tiene un pelo. En la casa siempre fue la que puso el orden. “Como madre, antes lloraba, ahora lucho”, dijo. Conocía a la perfección cada detalle del caso y en las audiencias siempre sacaba un cuaderno donde apuntaba todo lo que pasaba, “si yo no copio me estreso porque me siento impotente como mamá y como abogada”. No había audiencia en la que no colocara frente al edificio del juzgado especializado carteles que clamaban por la libertad de su hijo. Ella siempre fue muy crítica de la manera en la que el fiscal llevó el caso. Negaba toda responsabilidad de Mateo y decía que la culpa era del Estado colombiano. “Es un Estado fascista con telón de Democracia. Vivimos en una cultura de miedo y nos han hecho ver que el que está mal es el otro, el que critica. Hablar no es ningún delito, pero en este país criticar es pisar intereses”.

“Mateo siempre fue un niño que quería imponer su voluntad”, prosiguió.

Cuando era bien pequeño su papá no quiso leerle un cuento que le había leído muchas veces. No hubo poder humano que lo convenciera de querer escuchar un cuento diferente. En el colegio, por ejemplo, los llamaban para decirles que Mateo descalificaba los comentarios de sus compañeros. El niño al escuchar el regaño de sus padres se negaba a cambiar su actitud y alegaba que si los compañeros estaban equivocados era su obligación decirles. “Mateo fue y es todavía alguien que no se guarda las cosas. No da matices”.

El día que Mateo le quitó el poder a su abogado en plena audiencia y sin preguntarle a nadie, Aracely no pudo ir. Omar la llamó. No entendía nada, estaba furiosa. Mateo nunca tuvo una buena relación con su defensor. No estaba de acuerdo con que se sugiriera, ni siquiera en lo más mínimo, que él era culpable. Él se sabía inocente y pedía que lo defendieran como tal. Le prometió a su mamá esperar la fase probatoria para cambiar de abogado, pero no se aguantó. “Hacer lo que hizo y en el momento que lo hizo, lo único que logró fue darle alas a la Fiscalía”, dijo su mamá.

“A veces Mateo parece un niño”, dice Omar. Sin embargo, Aracely, que ya no miraba el tinto, dijo convencida que su hijo ya no era un niño, “ahora es un hombre y yo conozco su talante”. Es por eso que ella estaba segura de su inocencia, “porque si hubiese sido culpable, él ya habría asumido las consecuencias”.

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Mateo dice creer en la democracia, pero no en las elecciones. Ese día en la cárcel dijo que las acciones terroristas le parecen estúpidas. En el patio llovía y decidió entrar con su papá al edificio. Dijo que una parte de la izquierda en Colombia se ha quedado en la teoría y no ha logrado conectar con las necesidades de las personas. La gente ya no se identifica con los partidos políticos, eso es cosa del pasado. “A la izquierda en Colombia lo que le falta es trabajo. Trabajo político, con las personas y la gente pobre". Tiene 21 y la claridad en sus ideales de un entrado en años. Está convencido de que el progresismo en Latinoamérica ha llegado a un tope lógico porque simplemente tomaron prestado el poder. Mateo tiene claro el panorama latinoamericano y lo discute con la precisión del hincha que conoce el 11 titular de su equipo amado.

Al fondo el pasillo olía a marihuana. Omar se fue al baño y cuando volvió Mateo seguía hablando. Lo hacía con pasión. Estaba seguro de que estaba preso por pensar diferente. Decía con desparpajo que era un preso político. Primero, porque no se acomodaba a los lineamientos del Estado y segundo, porque las razones de su detención eran netamente políticas. Criticaba duramente el proceso que le adelantaban y decía que jurídicamente ninguna prueba tenía solidez, que todas las pruebas que había presentado la Fiscalía perseguían razones políticas.

Recordaba que su caso no era el único. En su paso por la cárcel Mateo vio muchos de los montajes que según él ha hecho el Estado colombiano. Por ejemplo el caso de Steven Buitrago, que estuvo preso 14 meses. “Lo cogieron como cuatro días antes que a mí y salió libre hace poco”. Estaba detenido porque, según un GPS, Steven había pasado dos veces cerca de dos explosiones que se le atribuyeron al MRP “¿Qué es eso?”, preguntaba Mateo indignado. “Tras la captura salieron a hablar ministros y todo”, dijo. Se logró demostrar que Steven no había tenido nada que ver. Y ahora “¿quién está pendiente de un caso como el de Steven?”. Omar miró hacia el patio. Había dejado de llover.

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La Fiscalía presentó las pruebas. Hablaron tres testigos: dos policías y un químico. Contaron cómo ellos tuvieron que atender la explosión de unos elementos panfletarios en Bogotá. Llevaba una hora la audiencia y la secretaria fue relevada, no se sabe que se le presentó. Una hora más tarde, cuando se escuchaba el testimonio del tercer testigo, un hombre, que se acercó al computador, advirtió al juez que aparentemente no se había grabado la última hora de la audiencia. Todos quedaron perplejos y nadie entendía lo que pasaba. El juez pidió reproducir la grabación. Efectivamente. En un punto el audio entraba en completa distorsión, como si directamente del averno estuvieran transmitiendo un mensaje inteligible. Ni siquiera el fiscal podía creerlo, y mucho menos Mateo. El juez no hallaba qué decir, pero la cosa continuó como si nada. “Ridículo, es algo que da risa”, recordaba Mateo.

Otro día, la Fiscalía presentó otras pruebas pero la defensa alegó no tener conocimiento del registro fotográfico que estaban presentando. El fiscal no hallaba qué hacer. Había incertidumbre en la sala y apenas iban cinco minutos de juicio. Fácil. “Miremos el acta del descubrimiento de las pruebas”. La defensa dijo que no la tenía, que como hubo cambio de abogado la tenía el anterior defensor. La Fiscalía debía tener copia. “La tengo en la oficina, señor juez”, dijo el fiscal. Pues “¿qué hacemos?”; nueva fecha y la audiencia quedó aplazada.

Mateo en todas las audiencias giraba disimuladamente su cabeza para observar al público. Sobre su hombro derecho miraba quien había venido y le picaba el ojo a quien reconocía. A los juicios de Mateo iban testigos a los que no se les podía distinguir o recordar la cara porque todos decían lo mismo, todos contaban lo mismo, en el mismo tono y la misma actitud. Ninguno tenía la certeza de la participación de Mateo en el hecho. La gran mayoría parecían policías sin rostro; agentes, patrulleros y químicos que hablaban de los mismos hechos en distintos lugares y de las mismas sustancias con diferentes características.

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Los únicos testigos que no eran policías eran dos: el niño amordazado en el edificio de la carrera décima y su madre angustiada. El primero ya no es un niño, ahora es mayor de edad y a la segunda no le constaba nada de lo que había pasado. Solo sabía lo que le contó su hijo porque ella no vio nada. Precisamente el testimonio del muchacho era el argumento más sólido de la Fiscalía. Él decía que vio a Mateo el día del panfletario. Lo describió como un joven de tez oscura, cabello rubio recogido y de rostro depilado. Mateo, como dicen por ahí, más blanco que la leche y de una capilaridad intensamente negra, parecía no concordar con la descripción del joven aterrorizado. Sin embargo, la prueba había prosperado porque la Fiscalía alegó que hubo dificultad en la elaboración del retrato hablado porque el testigo fue violentado.

Pasaron como 45 minutos y el testigo de la Fiscalía termino de hablar, el juez le dijo al fiscal que podía proseguir con el siguiente testigo. El fiscal salió un momento de la sala y el silencio se apoderó del recinto hasta que volvió. Dijo que, al testigo, otro policia, “no le dieron permiso del trabajo para venir al juicio”. Y de nuevo se anunció otra fecha y audiencia aplazada

“¿Y usted qué piensa de las audiencias?” Preguntaba Mateo.

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Omar le pidió a su hijo un tinto. Mateo lo llevó a la cafetera que manejaba un preso. Pidió dos. Se los sirvieron en vasos plásticos sucios, reutilizados, sin lavar y con una superficie al fondo como granulada de color negro. Omar parecía ya acostumbrado y se lo tomó sin miramientos. No tuvo asco y actuó normal, incluso cuando fue al baño y Mateo le advirtió que había que tener cuidado con las ratas porque eran grandes y mordían. Mateo se veía adaptado a la cárcel. Parecía amigo de todos los presos y lo saludaba todo el mundo.

Las visitas podían entrar desde las 8 de la mañana, pero todos debían salir a las 2 de la tarde, ni antes ni después. El abrazo de despedida tuvo más sentimiento que el de bienvenida. No fue mucho tampoco. Omar estaba confiado de que Mateo se iba a librar muy pronto del proceso. Decía que la Fiscalía no tenía mucho más de dónde agarrarse. Una vez Mateo esté libre ojalá se vaya del país, dijo. “Que haga una vida afuera”, repetía mientras se ponía sus zapatos. Recordó que él no quería que estudiara en la Nacional. “Lo presenté al Externado y no quiso. Tenía entrevista en la Javeriana e hizo el mínimo esfuerzo por presentarla, porque no había otra, él quería estudiar en la Nacional”.

Ya fuera de la cárcel, Omar se veía más calmado. Se sentía como si se hubiese quitado un peso de encima. Se subió al carro, una camioneta roja con platón incorporado. Revisó el celular, prendió el motor y se dispuso a salir. Dijo que él compró ese carro para su hijo; quería viajar con el e ir con los perros porque a Mateo le encantan los animales. Ahora se arrepiente porque la camioneta es gigante. Se despidió de los del parqueadero y se fue de La Modelo.

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Mateo y su padre se miraron de una manera intensa. Los ojos de Mateo delataban una felicidad desbordada. El juez encontró a Mateo inocente. Las pruebas de la Fiscalía, como también argumentó el procurador, no tenían peso para determinar que Mateo era culpable.  Las voces que clamaban la absolución de Mateo encontraron eco en el fallo del juez. La sala estaba abarrotada y las afueras del juzgado también, después de veintiún meses privado de la libertad, Mateo Gutiérrez está muy cerca de acabar un proceso que caminó a paso de tortuga.

FIN

(*)Estudiante de Comunicación Social de la Universidad Javeriana.