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Dolor, abusos y cobros ilegales: la frontera colombo-venezolana sigue siendo un paso del horror
SEMANA llegó hasta el puente internacional Simón Bolívar para constatar la supuesta reapertura fronteriza entre Venezuela y Colombia, pero encontró un panorama desolador. Radiografía de dolor, abusos y pasos ilegales donde mandan grupos armados.
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Cruzar la frontera entre Venezuela y Colombia por el puente internacional Simón Bolívar es una carrera de obstáculos. No solamente por arriesgar la vida en trochas y pasos porosos al servicio de los que tienen el control ilegal de la zona, sino porque quienes se atreven a pasar deben sortear un sinnúmero de trabas para avanzar. Pese a que el anuncio, el pasado 4 de octubre, de reapertura de la frontera parecía un aliciente, hoy el panorama no ha cambiado mucho: la Guardia Bolivariana escoge a dedo a las personas que pueden transitar. El resto (los que sobran) quedan a merced de grupos delincuenciales, guerrilla y coyotes.
Un equipo de SEMANA llegó hasta esa zona y acompañó a los que sobran, a los no aceptados por la Guardia, a la travesía por una trocha que conecta Villa del Rosario, Norte de Santander, con el estado de Táchira, en Venezuela. José, de 62 años, fue rechazado por la Guardia Bolivariana. Un uniformado del vecino país lo descalificó para pasar por el puente. No tuvo más remedio que aventurarse por el otro lado, por donde la ley es la plata, y la plata es todo. Llevaba consigo un triciclo cargado de mercancía: pacas de gaseosa, arroz, harina y algunos costales. El esfuerzo físico por evitar perder los productos en el camino era evidente. En ocasiones, sus piernas perdían la coordinación y patinaban sobre las piscinas de lodo que se forman en la carretera.
Empezó a planificar su viaje desde el mismo momento en que escuchó a Nicolás Maduro anunciar la reapertura de la frontera. Pensó, entonces, regresar a Venezuela, pero antes gastó sus ahorros de trabajo informal en Colombia comprando productos para no llegar con las manos vacías. Él, como muchos venezolanos, sabe que en el vecino país es más importante la comida que la plata. El dinero en una nación con superinflación ya no es garantía. En la frontera vio el camino despejado. Los 15 contenedores que bloquearon el paso oficial por más de 30 meses ya no estaban. No había nada que lo detuviera, excepto el proceso de selección irregular de la Guardia Bolivariana.
En la trocha hay varias etapas –en todas hay que pagar para pasar–. El primer peaje lo cobra una banda criminal venezolana conocida como el Tren de Aragua, que ha permeado desde hace varios meses la frontera. Un miembro de esta estructura recibe 20.000 pesos por cada viajero. Al día pueden transitar por esta trocha más de 500 personas. La banda Tren de Aragua negocia el precio de los niños o personas de la tercera edad; a estos pueden hacerles un pequeño descuento en el precio establecido. Cuando reciben el dinero, entregan al viajero un santo y seña, una especie de clave que le permite desbloquear el camino más adelante.
“Si le preguntan el santo y seña, es Guaraco”, dice quien recibe el dinero. El juego de palabras cambia constantemente para evitar colados. En esta trocha no hay control de las autoridades colombianas de manera masiva, solo dos policías hacen presencia en la zona; uno de ellos también les cobra a los viajeros. “Hay que dejarle por cada maleta, por ahí, cinco pesos (5.000 pesos) o no los dejan pasar”, le cuenta a SEMANA uno de los más de 50 maleteros que trabajan en la zona. Este es el segundo obstáculo.
José ya ha pasado dos de los controles informales en menos de cinco minutos de caminata. Los maleteros son fáciles de identificar: llevan un trapo en la cabeza y una soga para amarrar la carga en su frente, chanclas y medias. “Es que ir y venir gasta mucho zapato, y las medias sirven para que no se resbale con el sudor y el agua”, explica Jorge, quien desde hace tres años se dedica a cargar maletas por esta trocha. El oficio le deja alrededor de 200.000 pesos mensuales. Con ese dinero paga un arriendo de 100.000 pesos, y el resto lo distribuye entre comida y gastos de su pequeño, de apenas 6 meses de nacido.
UNA ECONOMÍA IRREGULAR
En las trochas hay casetas improvisadas con palos y lonas. De un lado gritan: “Limonada, a quinientos el vaso”. Del otro: “Chamo, lleve la chancla”, “Tapabocas, diez en 2.000”. Siempre advierten: “Ojo con grabar”. Un letrero grande se ve antes de cruzar el río Venezuela; indica que el uso de tapabocas es obligatorio y que está prohibido sacar celulares o cámaras. Es que al pasar el puente de madera que está sobre el afluente lo espera el ELN. Ya en este punto, José ha pagado más de 35.000 pesos en peajes.
Los guerrilleros tienen sillas de plástico y una mesa de madera. Allí una mujer robusta acompañada de cuatro hombres armados pesan las maletas, y, según el diámetro y tamaño del equipaje, cobran vacuna. Las más pequeñas deben pagar 10.000 pesos, y las más grandes pueden facturar hasta 70.000 pesos. Los controles no terminan ahí. La maleta escogida por los guerrilleros es revisada minuciosamente: prenda por prenda. El costo por pasar maletas con ropa usada se incrementó en época de la pandemia, porque Maduro advirtió que el coronavirus iba impregnado en vestimenta de segunda; por eso prohibió su ingreso, y los violentos sacan provecho de esa información tergiversada e irresponsable.
El control del ELN es tan grande que cada tanto amarran a un maletero a los árboles y lo dejan ahí algunas horas o hasta días completos. Según Jorge, esos son los castigos que reciben los maleteros si un viajero no paga: “Ellos piensan que uno es el que se está quedando con la plata de ellos”. Es decir, si el viajero llega hasta el retén de la guerrilla sin plata, la culpa es de quien los acompaña. El pago a la guerrilla no es el último peaje irregular en la trocha. Ya en el estado de Táchira se deben atravesar barrios de invasión, donde miembros de la Guardia Bolivariana también cobran por avanzar.
José ha logrado llegar hasta suelo venezolano con la carga completa, pero sin dinero. La travesía en tiempo duró alrededor de 20 minutos, pero, en costos, lo dejó en cifras rojas. Gastó el último centavo tratando de persuadir a un guardia para completar el viaje. Mientras eso ocurría en el paso irregular, en el puente Simón Bolívar se ve un pálido movimiento de viajeros entre las seis de la mañana y las cinco de la tarde de cada día. Leidy aprovecha ese horario para cruzar desde Venezuela.
Ha hecho amistad con algunos guardias y puede transitar sin problema por el paso oficial. Todos los días llega a Colombia y trabaja por horas limpiando en algún establecimiento comercial; luego, al caer la noche, se devuelve a Venezuela con unas libras de arroz y uno que otro alimento no perecedero en su morral. Prefiere el pago con comida, así es más fácil alimentar a sus padres, mayores de 70 años, y a su hija, de 6, que viven a tres horas de San Antonio de Táchira.
Dice que siempre llora mientras camina para descargarse de todo lo negativo del día; de esta forma, cuando llega a su casa, está vaciada de las malas energías y recibe a su familia con una sonrisa. Les cuenta que del otro lado todo está mejorando y pronto regresará a la normalidad; aunque ella sabe que no es así, prefiere alimentar la esperanza que ser portadora de malas noticias. Su historia y la de José parecen calcadas. Uno cruza entre ríos, y la otra, por un puente semiabierto.
El drama no distingue terrenos ni necesidades, pero quienes tienen el control legal e ilegal atizan el desconsuelo de los que no cuentan con nada y luchan por arañar algo de fortuna, aunque les toque pasar por mil obstáculos.