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Las calles de 7 de Mayo, en el corregimiento de Malagana, en Mahates (Bolívar), se mantienen limpias de basura, pero sus casas reflejan la pobreza extrema en la que habitan retornados y migrantes de Venezuela, así como desplazados de Colombia. Patricia Orozco, de 29 años, caminó desde ese país con sus cuatro hijos y casi desde el comienzo de la pandemia se instaló en el asentamiento.
Las calles de 7 de Mayo, en el corregimiento de Malagana, en Mahates (Bolívar), se mantienen limpias de basura, pero sus casas reflejan la pobreza extrema en la que habitan retornados y migrantes de Venezuela, así como desplazados de Colombia. Patricia Orozco, de 29 años, caminó desde ese país con sus cuatro hijos y casi desde el comienzo de la pandemia se instaló en el asentamiento. | Foto: PIA WOHLGEMUTH

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Esta es la conmovedora historia de un barrio que nació por la pandemia

Migrantes, retornados y desplazados conviven en un asentamiento en el municipio de Mahates, Bolívar, en donde reina el orden, pero no hay paredes de cemento. Se instalaron ahí por la pandemia, aunque una decisión judicial podría obligarlos a moverse de nuevo.

23 de octubre de 2021

Erlen Yepes fue desplazado por grupos armados de su casa, en el municipio de Calamar, Bolívar, y hace más de diez años llegó al corregimiento de Malagana, en Mahates. Por cuenta de la pandemia, ahora habita en la comunidad 7 de Mayo, que existe por la covid-19 y en la que viven unas 97 familias.

Las calles de tierra húmeda, que con la lluvia se convierte en barrial, y las casas de palos, tejas y plástico componen las cuadras del asentamiento, en el que no se vende alcohol ni hay problemas de inseguridad. Por las noches, cierran sus puertas con candado, y algunos de los pobladores se turnan para hacer guardia. No están armados, pero se mantienen vigilantes.

Cándida Orozco, retornada después de haber vivido 50 años en Venezuela, reconoce que “es un barrio muy organizado”. Como ella, algunos de los 300 que residen allí regresaron después de un largo tiempo al otro lado de la frontera; otros son colombianos pobres que no encontraron dónde más estar; y muchos más, migrantes.

Patricia Orozco, de 29 años, caminó desde Valencia, al otro lado de la frontera, con sus cuatro hijos. Por un tiempo vivieron en una casa arrendada en Malagana, pero, cuando empezó la pandemia, los echaron y se enteró de que algunas personas se estaban asentando en un terreno cercano.

“Cuando me vine con mis niños, esto era puro monte. Duré dos meses durmiendo sin luz, el techo y las paredes eran de plástico”, cuenta, antes de limpiarse algunas lágrimas. Sufre de epilepsia por el estrés, pero hace años no recibe atención médica. Espera pronto una respuesta de su proceso migratorio para poder afiliarse al sistema de salud.

Como ella, otras mamás solteras viven con lo que pueden en 7 de Mayo. Poco cemento, olor a orines y colchones delgados caracterizan sus hogares, que con palas para remover la tierra y la vegetación, y unos pocos pesos, han podido montar.

María Figueroa Rodríguez, de 23 años, fue desplazada desde San Pablo, sur de Bolívar, hace años. Mientras habla, se nota su desespero: “Cuando llueve, da miedo por los árboles que pueden venirse encima; nuestros hijos se exponen al peligro por el barrial, pero todo lo hacemos por la necesidad y queremos que nos ayuden”, expresa.

En los meses de cosecha de mango, entre varias familias se dividían los frutos de los árboles para vender dos o tres en la carretera. Sin embargo, ahora son pocos los que tienen algún ingreso y piden con desespero mayor apoyo del Estado. Aseguran, además, que los servicios básicos que tienen los han logrado instalar por su propia cuenta. Rodríguez dice, incluso, que lo poco que poseen lo obtuvieron gracias a la Defensoría del Pueblo, y algunos de los migrantes ya tienen acceso a salud y educación por la afiliación al permiso de protección temporal.

Aun así, 7 de Mayo tiene sus días contados (al menos en el papel). Lograr casas de cemento y mejores condiciones en ese terreno es casi imposible, pues es una propiedad privada, y el dueño impuso una demanda por una presunta invasión de su espacio.

De cualquier forma, llegará una decisión judicial que tendría que ir acompañada de un proceso de reubicación, algo que no será sencillo. Por ahora, tristemente, la solución es incierta.