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ELECCIONES 2018

¿Por qué Colombia está políticamente tan dividida?

El profesor Yann Basset analiza los orígenes históricos de la polarización en Colombia y el rol que ha tenido la irrupción del Centro Democrático en el nuevo panorama electoral del país. Sus conclusiones son visualizadas con el mapa político de SEMANA.

9 de marzo de 2018

Muchos analistas han comentado con cierta inquietud la inhabitual polarización de la opinión pública en la campaña electoral en la cual estamos inmersos desde el principio del año 2018. La preocupación es fundamentada, pues Colombia estuvo acostumbrada desde el Frente Nacional a oposiciones menos tajantes y más negociables entre una clase política que invariablemente volvía a unirse detrás del vencedor en las elecciones presidenciales. Este estilo ha perdido vigencia desde el surgimiento del uribismo en 2002. Juan Manuel Santos trató de resucitarlo en 2010, pero su tentativa de recrear una “unidad nacional” detrás de su gobierno fracasó frente a la controversia que suscitó el acuerdo de paz con la Farc. 

Hubiéramos podido pensar que, pasado el acuerdo, la polarización volvería a moderarse. No obstante, el clima de esta campaña desmiente estas esperanzas. En realidad, esta polarización es probablemente más que una crispación coyuntural de la opinión alrededor de un tema saliente. Quizás estemos asistiendo a un cambio más profundo del funcionamiento del régimen político colombiano alrededor de un eje estructural de conflicto entre mayoría y oposición, y ya no con base en amplias coaliciones de centro como era la norma al final del siglo pasado. 

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Un elemento viene a apoyar con fuerza esta hipótesis desde la geografía electoral: a la polarización de los discursos, ha venido respondiendo una polarización territorial. 

La ciencia política ha mostrado desde hace más de un siglo que las preferencias electorales se arraigan duraderamente en los territorios. Colombia no ha sido la excepción. En los tiempos del bipartidismo hacía parte del sentido común de la discusión política la idea según la cual los liberales eran fuertes en tierra caliente, mientras los conservadores dominaban en tierra fría. Estos últimos, en particular, le daban a veces al asunto una explicación sicológica y moralista conveniente: el clima frío favorecía la templanza, mientras el clima caliente alborotaba el espíritu y los sentidos. 

El hecho de la diferenciación entre tierra fría y caliente es a grandes rasgos correcto, aunque -como toda ley- tiene sus excepciones. Pero la verdadera explicación es más prosaica y menos pintoresca. En tierra fría, el suelo accidentado de la montaña favoreció la permanencia de unas pequeñas explotaciones agrícolas y un hábitat disperso en pueblos de campesinos tradicionales. Esta configuración arraigó también el control social de la Iglesia Católica, cuya cercanía con el Partido Conservador es bien conocida. A la inversa, en tierra caliente, la naturaleza del suelo permitió el avance del latifundio que expulsó a los pequeños propietarios en ciudades y pueblos más grandes, alimentados por el éxodo rural. En dichas ciudades aparecieron nuevos sectores populares y medios vinculados al comercio, a la administración y eventualmente a una incipiente industrialización. Estos fueron más proclives a mirar hacia el Partido Liberal, por más que al final las élites de ambos partidos obtenían sus sustentos tanto de la actividad agrícola como del comercio o de los servicios. 

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Esta geografía tradicional se mantuvo con una constancia notable a lo largo del siglo XX, aunque a partir del Frente Nacional las capitales más grandes empezaron a mostrar un comportamiento más volátil, e inclinado a apoyar fuerzas no tradicionales. Ni siquiera el final formal del bipartidismo altera sustancialmente esta configuración territorial. A partir de la reforma política de 2003 surgieron nuevos partidos que han sido protagonistas centrales de la vida política desde hace 15 años: el partido de la U, Cambio Radical, y el Polo Democrático, a los cuales se sumarán más tarde la Alianza Verde y finalmente el Centro Democrático. Estas formaciones nuevas no hicieron desaparecer los partidos tradicionales, pero sí cambiaron la naturaleza del sistema de partidos, que pasó a ser multipartidista. 

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No obstante, si las bases territoriales del Partido Conservador se encogieron, no cambiaron fundamentalmente en el tránsito al nuevo sistema. Siguen siendo los pequeños municipios de la cordillera oriental (Nariño, Huila, oriente de Cundinamarca, Boyacá, oriente de Santander, y Norte de Santander), Antioquia, el Eje cafetero y el Norte del Valle principalmente. El voto azul reproduce más o menos fielmente el trazado de las tres cordilleras que dividen el país de sur al norte, aunque también ha logrado consolidarse en algunos nichos en la costa Caribe, en particular en Atlántico y Córdoba. 

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El Partido Liberal, por su parte, ya no es lo que era, pero si sumamos los votos de los partidos Liberal, la U y Cambio Radical, que se constituyeron todos con base en disidencias de la vieja colectividad roja, volvemos a encontrar algo parecido a la geografía del liberalismo tradicional. El actual Partido Liberal sigue siendo fuerte en la mayor parte de la costa Pacífica. En la costa Caribe disputa los votos a la U y Cambio Radical. En el Valle del Cauca y del Magdalena ha sido suplantado en general por la U, mientras en los llanos orientales se dividen de forma inestable entre la U y Cambio Radical. En las tierras tradicionalmente conservadoras, como Antioquia, el actual Partido Liberal sigue representando el liberalismo histórico minoritario. 

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De 2003 a 2014, el Partido Conservador, el Partido Liberal y la U fueron las tres únicas verdaderas organizaciones nacionales, porque eran las únicas que lograron implantarse en casi todos los departamentos. El Polo Democrático y la Alianza Verde, en cambio, tuvieron un asentamiento más limitado a las grandes ciudades y, en particular, Bogotá. Fuera de ellas, el Polo solo logró una presencia significativa en bastiones históricos de la izquierda, y la Alianza Verde principalmente en Boyacá y Nariño. Esto es un limitante fuerte para estas fuerzas. Cambio Radical está hasta ahora en una posición intermediaria. Tiene sus bastiones en la costa Caribe y en Bogotá. En otras partes, su presencia es esporádica y cíclica. 

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Pero es realmente en 2014 que la aparición de Centro Democrático logró dar un cambio cualitativo profundo al sistema de partidos. Contrariamente a los otros partidos, el Centro Democrático no podía ser reducido ni a una vertiente del antiguo bipartidismo, ni a la expresión de nuevos sectores urbanos. Este partido tiene sus bases, a la vez, en departamentos de tradición conservadora (Antioquia, el Eje cafetero, Huila) y de tradición liberal (Tolima, Casanare). También es fuerte en varias grandes capitales (Bogotá, Medellín). 

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En realidad, la irrupción de Centro Democrático en el juego político provocó un realineamiento territorial sin precedente en la historia política del país, por lo menos desde que disponemos de datos electorales suficientemente disgregados. A la tradicional oposición entre tierras calientes y frías sucede una oposición que podríamos caracterizar desde el estricto punto de vista geográfico como una oposición entre el centro y la periferia, o, mejor dicho, entre las costas y el interior del país, con las grandes capitales, Bogotá en particular, arbitrando la contienda. Esta configuración fue la que se desprendió del ciclo electoral de 2014, tanto en las legislativas como en las presidenciales. La volvimos a encontrar tal cual, en el plebiscito de 2016, y las encuestas de la última semana, después de un período de flotamiento, sugieren que esto será también la pauta para 2018. 

El nuevo clivaje geográfico opone el interior del país, que ha podido desarrollarse gracias a la pacificación en los últimos quince años, particularmente en sus zonas rurales, y que es fiel al proyecto encarnado por la figura de Álvaro Uribe. A medida que nos alejamos del centro del país, vemos aparecer los límites de este proyecto, que no ha logrado del todo integrar las zonas costeras y el sur a esta dinámica de pacificación y desarrollo. Muchas veces estas zonas han sufrido las consecuencias de esta política sin ver sus beneficios, como en el caso de la costa Pacífica, por ejemplo. Ahí aparecieron nuevas dinámicas violentas que llegaron de otras zonas del país con el aumento de los cultivos ilícitos y la aparición de nuevas bandas criminales.   

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Nada raro, entonces, que la escena política se polarice. Esto no se explica tanto por los discursos exaltados de los unos u los otros, tiene raíces en cambios mucho más profundos en la estructura del electorado. Por tanto, estamos probablemente frente a una evolución de largo aliento. Queda por saber si se trata de una evolución positiva o negativa. Polarización en dos campos enfrentados no significa necesariamente que estamos condenados a la violencia. Hasta cierto punto, la política siempre polariza y altera la forma en que nos identificamos colectivamente e identificamos a los demás. El desafío es reconocer a los demás como adversarios legítimos con los cuales podamos discutir, no como enemigos que deberíamos aplastar. Si esto se logra, la polarización puede ser positiva. Le da sustancia a la relación de representación que debe existir entre electores y políticos para sostener una democracia sana.