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“Es un gobierno tranquilo, pero con decisión y carácter”: Iván Duque | Foto: Juan Carlos Sierra

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Los 100 días de Duque

En sus primeros tres meses de gobierno, el presidente ha mostrado un gran talante conciliador, pero el país todavía no ve claridad de rumbo. El arranque no ha sido fácil.

11 de noviembre de 2018

Esta semana Iván Duque cumple 100 días en el poder y muchos sectores tienen la impresión de que el gobierno no ha arrancado. Eso no necesariamente es grave. El cuento de los 100 días es una fórmula inventada por Franklin Roosevelt en 1933 y se ha convertido en un lugar común sin que necesariamente tenga mucho sentido. En realidad, esos primeros tres meses de un gobierno son un periodo de acoplamiento, de estudio de los problemas y de fijación de prioridades, de transición y empalme. Duque ha hecho todo lo anterior y sería prematuro pedir resultados.

No obstante lo anterior, este periodo les ha permitido a los colombianos hacer una evaluación preliminar de su presidente. Algunos rasgos de su personalidad han quedado definidos. Si a Santos lo criticaban por frío y lejano, Duque es cercano y cálido. Le gusta el contacto con la gente. Por lo general cae bien y lo sabe. Y en eso su juventud le ayuda. El toque folclórico que mostró en su campaña cantando, bailando y jugando fútbol no ha quedado atrás. Eso, sin embargo, es un arma de doble filo, pues si bien a nivel popular gusta, la opinión calificada lo puede percibir como frívolo para ser un jefe de Estado, y ya le están pasando esa factura.  

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Duque es cercano y cálido. Le gusta el contacto con la gente. Por lo general cae bien y lo sabe. Y en eso su juventud le ayuda.

Ideológicamente, el presidente tiende bastante a la derecha. Intelectualmente es muy sólido. En la terminología contemporánea podría ser descrito como un nerd. Estudia los temas a profundidad y tiene una memoria impresionante. Por eso cuando discute cualquier tema sorprende por la cantidad de cifras y datos que bota. No es un argumentador abstracto. En reuniones uno a uno, su interlocutor sale siempre con una buena impresión. Ya como presidente, sin embargo, por su juventud proyecta más simpatía y conocimiento que autoridad. Aunque ganó las elecciones con más de 10 millones de votos, es por ahora más un político estudioso que un estadista.

Por su dominio de los temas en reuniones uno a uno Duque siempre impresiona a su interlocutor. Su talante es más el de un profesor que el de un caudillo.

A esa percepción ha contribuido que, en su búsqueda por dejar atrás la polarización en el país, Duque a veces deja la impresión de tratar de quedar bien con todo el mundo. Algunos críticos han llegado a interpretar como incoherencia su talante conciliador y sereno, que sin duda bajó la tensión política. Por lo general, cada vez que un gremio se reúne con él, sus representantes salen entusiasmados, mientras que el ministro del ramo pone cara de preocupación. El ejemplo más reciente de esta dicotomía se vio la semana pasada en el tema de la ampliación del IVA a la canasta familiar. Mientras el presidente tranquilizaba al país al decir que buscaría otras alternativas tributarias con los partidos y los gremios, el ministro de Hacienda notificaba que no tenía plan B. Con esto quería decir que él ya había estudiado todas esas alternativas y que ninguna, con excepción del IVA, solucionaba el problema de las finanzas públicas.

¿Qué tan de derecha es Duque? Bastante, pero menos que en la campaña. Representar la alianza electoral de Álvaro Uribe, Marta Lucía Ramírez, Andrés Pastrana y Alejandro Ordóñez lo convertía automáticamente en un candidato para defender posiciones radicales. Esas banderas incluían temas como ajustes estructurales a los acuerdos de La Habana, ultimátum al ELN, defensa de las Fuerzas Armadas, mano dura en materia penal, cero tolerancia frente a la droga, regreso a la aspersión aérea con glifosato, flexibilidad frente al fracking, limitación a las consultas, cercanía con Estados Unidos y rompimiento con Venezuela.    

Duque ha mantenido algunas de esas posiciones después de su llegada a la Casa de Nariño y sus discursos siguen teniendo un talante conservador. En temas como la dosis mínima, el glifosato, Estados Unidos y Venezuela su línea no ha cambiado. En algunos casos, como el de la dosis mínima, ha enfrentado duras críticas, pero no ha cedido. A pesar de las controversias, las encuestas demuestran que la mayoría de los colombianos respaldan esas posiciones. Hay cierta derechización del país por la vía de la necesidad de recuperar el sentido de autoridad que claman muchos colombianos. Pero sí pudo cometer un error en relación con Venezuela. No haber adherido al Grupo de Lima en el comunicado en que la mayoría de jefes de Estado del continente rechazaba la posibilidad de una intervención militar en ese país dejó a Colombia sola.

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En otros temas de su discurso como candidato, Duque se ha moderado y eso en términos generales ha resultado un acierto. La presión de la comunidad internacional lo llevó a aceptar que el proceso de paz no tiene reversa y que el margen de ajuste es limitado. Este punto quedó reiterado con la reciente visita de James Stewart, representante de la Corte Penal Internacional, quien notificó que, si Colombia no respeta la esencia de los acuerdos, ese organismo podría intervenir para llenar ese vacío de la justicia. Lo cierto es que el presidente no ha presentado los proyectos de ley necesarios para reformar los acuerdos. Y sí tuvo gestos como visitar una zona de reincorporación de las Farc e invitar a la Casa de Nariño a Timochenko y sus muchachos. No menos importante es el hecho de que no ha levantado la mesa de negociación con el ELN a pesar de los continuos ataques de este grupo.  

   

Iván Duque decidió tomar el toro por los cuernos y, en un acto que puede significar un punto de inflexión en su gobierno, fue personalmente a Pondores en La Guajira para hablar con excombatientes de las Farc en proceso de reincorporación

Duque está cumpliendo su bandera electoral de eliminar la mermelada y le está costando sangre. En esto ha tenido coraje y ha asumido las consecuencias. El país tenía que dar ese paso, pero todavía no está claro el resultado de ese enfrentamiento múltiple entre un cambio indispensable, unos vicios arraigados y una gobernabilidad necesaria. La aprobación de las iniciativas del gobierno depende de las mayorías en el Congreso y aquel las conseguía históricamente con puestos y contratos. Así como Carrasquilla ha dicho que no tiene plan B en reforma tributaria, Duque parece no tenerlo en materia de gobernabilidad. En todo caso, por ahora, la cruzada contra la mermelada que aplaude la opinión lo tiene transitando un sendero de espinas en el Congreso.

En la campaña, Duque prometió un gabinete renovador, paritario y tecnocrático. En términos generales cumplió. Nombró ministros jóvenes con excelentes hojas de vida y les dio a las mujeres una representación que no habían tenido. Pero al igual que la política de cero mermelada, un gabinete de este tipo tiene implicaciones en la gobernabilidad. Al no representar a los partidos y tratarse de personas sin experiencia política, muchos de ellos no tienen ascendiente sobre el Congreso. Eso dificulta que el Legislativo apruebe las reformas presentadas por el gobierno, como se ha visto en los últimos días.   

El espíritu conciliador de duque lo lleva a veces a querer quedar bien con todo el mundo. Por eso, en ocasiones sus ministros quedan entre la espada y la pared.

Sumado a lo anterior, la reorganización de Palacio ha confundido al mundo político. Nadie tiene claro quién manda a quién. Hay tantos consejeros con títulos tan rimbombantes que las responsabilidades pueden ser muchas, pocas o entrecruzadas. Tampoco es claro cómo se van a articular los consejeros con los ministros del ramo. Con frecuencia los congresistas o empresarios no saben a cuál de los dos acudir o escogen a uno para saltarse al otro. Con el tiempo este esquema en que los consejeros trabajan en llave con los ministros puede funcionar, pero en los primeros 100 días ha demorado la gestión del gobierno.

El presidente también tiene el problema que resumió Marta Lucía Ramírez con la frase “una cosa es el gobierno y otra cosa es el Centro Democrático”. Normalmente, un presidente y su partido son una sola cosa. En este gobierno se han convertido en dos. Y eso ha producido situaciones que pocos observadores internacionales pueden entender. Ese fenómeno no se ha limitado a las recientes diferencias sobre la extensión del IVA a la canasta familiar. ¿Cómo puede ser, por ejemplo, que el gobierno presente un proyecto de reforma a la justicia y su partido otro? Igualmente, que el presidente apoye la consulta anticorrupción y el jefe del Centro Democrático se oponga. Y de esas contradicciones hay varias más.

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En estos primeros 100 días Iván Duque no ha mostrado claridad de rumbo, pero sí un talante reposado y conciliador. Darle un balance negativo a estas alturas sería prematuro e injusto. En muchos campos, particularmente en el fiscal, encontró situaciones peores que las que se imaginaba. Además, está tratando de cambiar las costumbres políticas y eso toca muchos intereses. Falta tiempo para saber el desenlace de los intentos reformistas del nuevo presidente y su nada fácil encrucijada política. En todo caso, hay que darle un compás de espera. La realidad es que ningún gobierno se recuerda a largo plazo por sus primeros 100 días.